LA CIUDAD (3)

“Y desde aquel día el nombre de la ciudad será: El Señor está allí” (Ez. 48:35, NVI).

Volviendo a la visión de Ezequiel, ya hemos dicho que de ella destacan tres ideas principales que describen la vida en la nueva Jerusalén: es un lugar que pertenece a todo el pueblo de Dios; es un lugar de actividad y trabajo; y ahora, en tercer lugar, es un lugar donde está Dios.

Zacarías escribe de esta Ciudad: “Así dice Yahvé: Restauraré a Sión, y habitare en medio de Jerusalem, Jerusalem será llamada Ciudad de Verdad, y el monte de Yahvé Sebaot, Monte de Santidad. Así dice Yahvé Sebaot: Seguirán sentándose ancianos y ancianas en las plazas de Jerusalem, y cada uno estará con su bastón en la mano por sus muchos días. Y las calles de la ciudad estarán llenas de niños y niñas, y jugarán en sus plazas. Y así dice Yahvé Sebaot: Aunque en aquellos día parezca cosa imposible a ojos del remanente de este pueblo, ¿parecerá también imposible antes mis ojos?, dice Yahvé Sebaot” (Zac. 8:3-6). Habla de reunir a todos: “He aquí Yo salvaré a mi pueblo de la tierra del Oriente, y de la tierra donde se pone el sol, y los conduciré para que habiten dentro de Jerusalem, y me serán por pueblo, y Yo les seré por Dios, en verdad y en justicia” (Zac. 8:7, 8).

Todavía Israel, y todavía nosotros, estamos esperando el complimiento de esta profecía. Concluye con la misma frase de siempre, con la que Juan también incluye su profecía: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres; y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Ap. 21:3). Esta es la realización del deseo de los profetas, el deseo de Israel, el deseo de todo cristiano, y la culminación de todas las Escrituras y de la revelación de Dios: ¡Dios con nosotros! A Dios le hace tanta ilusión esta perspectiva que lo puso por nombre a su Hijo: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mat. 1:23 y Is. 7:14).

El apóstol Juan continua con la misma idea: “En el principio era el Verbo… y el Verbo era Dios… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1, 14). Literalmente significa: “Puso su tabernáculo entre nosotros”. Vino Dios y habitó en medio de su pueblo, cosa que había deseado hacer desde el principio, pero estaba esperando que el hombre también lo desease. Ya vimos lo que pasó. En lugar de estar eufóricos con tener a Dios entre ellos, se deshicieron de Él: “El mundo fue hecho por él, pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:10, 11). “La luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). “Nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte” (Lu. 1:78, 79). “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). Éstos forman su pueblo verdadero, los creyentes, la gran multitud que nadie puede contar de toda nación y tribu y pueblo y lengua; viene otra vez a su pueblo que le espera, y esta vez se queda para siempre. Este es el simbolismo de la puerta cerrada del templo de Ezequiel (Ez. 44:2): Dios viene este vez a quedarse.

Y con esta idea termina el libro de Ezequiel: “Y desde ese día, el nombre de la ciudad será: “El Señor está allí” (48:35, NYV). Vamos a vivir con Dios, en la misma Cuidad. Él va a establecer su residencia con nosotros. ¡No salimos de nuestro asombro!