“Dijo: hijo de hombre, te envío a los israelitas, a una nación rebelde” (Ez. 2:3).
Dejamos a Ezequiel sentado junto a los ríos de Babilonia acordándose de Sión. Habrá creído que ya no le quedaba posibilidad de servir al Señor. El Templo quedaba atrás; pronto estaría derrumbado, convertido en una triste ruina de la gloria de Israel. Pero Dios tenía otros planes para él. Iba a ministrar al remanente en Babilonia para mantener vivo en ellos la esperanza de volver a la tierra de Israel y reedificar el Templo y la ciudad de Jerusalén cuya caducidad ya estaba fijada. Los cautivos en Babilonia terminarían siendo todo lo que quedaba de Israel. Los judíos que quedaban en la ciudad estaban allí porque habían rehusado obedecer la palabra de Dios por boca de Jeremías y rendirse al ejército invasor para salvar sus vidas. Cuando Ezequiel fue llevado cautivo (597 a. C.) formó parte de una pequeña minoría de la población. Iban a producirse dos deportaciones más, en los años 587 y 582 respectivamente, que incrementarían el número de exiliados en Babilonia, pero ¿qué eran ellos en comparación con toda la población de Jerusalén? No lo sabían entonces, pero ellos eran los sobrevivientes de Israel: casi todos los que quedaban en Jerusalén iban a perecer, unos por la espada, otros de hambre, otros por la plaga y otros por fieras silvestres. Algunos huirían a Egipto y morirían allí y otros serían esparcidos entre las naciones. ¡Los que iban a sobrevivir la invasión de Nabucodonosor eran los que estaban con Ezequiel en Babilonia! Iban a ser todo lo que quedaba de Israel. ¡Dios había preparado un profeta para ellos! (Aquí nos paramos y pensamos en la grandeza de Dios y la perfección de su plan).
Fue de una importancia vital que su fe se mantuviese viva y que algunos de ellos, el remanente del remanente, volviesen a Israel, o aquello habría significado el final de la raza hebrea, el final de los descendentes de Abraham, el final de la línea de la promesa, ¡y Jesús no habría tenido ningún Israel del cual nacer, y ningún pueblo judío al cual venir! Quedaría troncado el plan de salvación por medio de un descendente de Abraham. Ezequiel tuvo un ministerio de una importancia grandiosa y una tarea enorme por delante. Cuando empezó, estos cautivos estaban muy lejos de Dios. El Señor se refería a ellos como “casa rebelde” innumerables veces. Eran un grupo desanimado, desobediente, incrédulo, idólatra, rebelde, mundano y pecaminoso. Culpaban a sus padres por su suerte y creían que Dios era injusto al volcar su ira sobre ellos. Eran unos no arrepentidos, ignorantes de su pecado.
El trabajo de Ezequiel fue predicarles la Palabra para que viesen su pecado y entendiesen por qué estaban en Babilonia y volviesen a Dios para ser salvos y preparados para volver a Israel. Su predicación tuvo que plantar esperanza e ilusión en sus corazones, fe en la promesa divina de que volverían y reedificarían, el deseo de hacerlo y de transmitir aquella fe y esperanza a sus hijos, pues serían ellos la generación que volvería para reedificar. Tuvo que implantar la disposición de salir de Babilonia cuando ya estaban acomodados y contentos allí. Ezequiel estaba preparando el remanente para el retorno de Dios y su presencia en medio de su pueblo en una nueva Jerusalén. No todos lo exiliados volverían, solo un remanente del remanente. Serían sus descendientes los que estarían en Israel cuando Cristo vino. ¿No es esta la misión de la iglesia hoy, la de preparar el remanente para el retorno de Cristo cuando Él vuelva para vivir en medio de su pueblo en la Nueva Jerusalén?