EL ALTAR EN EL TEMPLO NUEVO

“Esta es la ley fundamental del templo: ¡santidad absoluta! Toda la cumbre del monte donde está el templo es santa. Estas son las medidas del altar:…” (Ez. 43:12, 13).

Después de ver la visión sobrecogedora de la gloria de Dios llenando el templo nuevo, el Espíritu del Señor le enseñó al profeta el altar. ¿Cómo están relacionados las dos cosas, santidad y el altar? Si estamos siguiendo el argumento del libro, esto nos tiene que hacer pensar. ¿Por qué hace falta un altar en un templo nuevo lleno de la gloria de Dios? Nosotros somos nuevas criaturas en Cristo, somos el templo de Dios, el Espíritu Santo mora en nosotros, ¿para qué necesitamos el altar? Ya hemos recibido el perdón de nuestros pecados por la fe en que Cristo pagó la justa retribución de nuestra maldad en la cruz. Seguramente la cruz queda atrás, ya no la necesitamos una vez que somos convertidos, ¿verdad? Absolutamente falso. La cruz es una cosa absolutamente necesaria para la vida de santidad.

Hemos visto que la vida de santidad consiste en obediencia perfecta al Señor, a su Palabra y a su Ley: “Sed santos como yo soy santo” (1 Pedro 1:16 y Lev. 19:2). Lev. 19 explica en qué consiste una vida de santidad. Incluye la frase: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 18), que Jesús dijo hemos de guardar como el cumplimiento de la Ley. Lev. 19 termina con la frase: “Guardad, pues, todos mis estatutos y todas mis ordenanzas, y ponedlos por obra. Yo Jehová” (v. 37). Todavía tenemos que respetar a los padres (v. 3), atender a los pobres, 10), no robar, engañar, o mentir (v. 11), no burlarnos de los menos válidos (v. 14), no andar chismeando (v. 16), no aborrecer al hermano en nuestro corazón (v. 17), no guardar rencor (v. 18), respetar a los mayores (v. 32), aceptar a los extranjeros que forman parte de nuestras congregaciones (v. 34), etc., etc. Lo único que no hemos de guardar son los sacrificios que prefiguren lo que Cristo ya realizó en la cruz. Hemos de guardar el espíritu de la ley, que es la santidad. Dios nos ha dado el Espíritu Santo para vivir santamente. Él es nuestra vida, y es santo.

Habiendo dicho todo esto, una cosa queda clara: a veces fallamos. Ofendemos al Señor. Entristecemos al Espíritu Santo que mora en nosotros. Es por esto que tenemos el altar, para acudir a él, es decir, a la cruz, y confesar nuestro pecado. Queremos recuperar la limpieza y la comunión con el Señor que se rompe con el pecado. Acudimos a la cruz. Pedimos perdón por lo que hemos hecho, por lo que no hemos hecho que deberíamos de haber hecho; por lo que el Señor nos ha mostrado acerca de nosotros mismos, de nuestro carácter; pedimos perdón por nuestras reacciones pecaminosas al los daños que nos han hecho otras personas: por nuestro rencor, odio y desprecio hacia ellos, por nuestros deseos de venganza, por lo que hacemos para devolverles el mal. Hay mucha porquería allí dentro. A la medida que el Señor nos la vaya mostrando, pedimos perdón. Y tenemos la promesa de perdón y restauración: “Si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:7-10). Esta es la vida de santidad. Es la calve de todo. Caminamos con el Señor en luz, vamos confesando nuestros pecados, la sangre de Cristo nos va limpiando, y tenemos comunión con Dios y los unos con los otros. ¡Qué maravilla!