“Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, que vuestros padres os legaron, no con cosas corruptibles, como la plata o el oro; sino con la sangre preciosa del Mesías, como de cordero sin mancha y sin defecto” (1 Pedro 1:18, 19).
Hoy, de forma especial, estamos recordando la muerte de Cristo en la Cruz para que nosotros pudiésemos tener vida. La vida está en su sangre. Para que nosotros pudiésemos tener vida, hacía falta que Jesús derramase su sangre y muriese. No es su sufrimiento el que nos salva. Por eso, Jesús pudo morir después de seis horas en la cruz, cosa inaudita, porque los crucificados podían durara ¡hasta tres días! Pero no era necesario prolongar su sufrimiento. No habría servido para nada. Lo que hacía falta era el derramamiento de su sangre y su muerte, y cuando esto se efectuase, la obra de redención ya estaba completa.
En ciertos círculos se habla mucho de los sufrimientos físicos de Cristo, entrando en todo lujo de detalle, pero la Biblia no habla de estas cosas. No se recrea en el morbo. Sencillamente dice: “Y lo crucificaron” (Mateo 27:35). No abunda en detalles en cuanto a su dolor, sino, más bien, al significado de su muerte. No nos salvó por ser la persona que más haya sufrido en este mundo. De hecho, miles de personas han sido crucificadas, pero la muerte de ninguno de ellos no nos salva, porque no eran sin pecado, ni eran el Hijo de Dios. La muerte de Cristo tiene infinito valor por ser la de quién era, Dios hecho hombre. Su sangre limpia por ser la del Cordero de Dios sin mancha y sin defecto.
¿Cómo en su sangre pudo haber, tanta ventura para mí?
¿Si yo sus penas agravé y de su muerte causa fui?
¿Hay maravilla cual su amor? ¡Morir por mí con tal dolor!
¡Hondo misterio: El inmortal hacerse hombre y sucumbir!
En vano intenta sondear tanto prodigio el querubín.
Mentes excelsas ¡no inquirir! y al Dios y Hombre bendecid.
Nada retiene al descender sino su amor y caridad.
Todo lo entrega: gloria, prez, corona, trono, majestad.
Ver redimidos, es su afán, los tristes hijos de Adán.
Mi alma, atada en la prisión, anhela redención y paz.
De pronto vierte sobre mí la luz radiante de su faz.
Cayeron mis cadenas, vi mi libertad ¡y le seguí!
¡Jesús es mío! Vivo en él. No temo ya condenación.
Él es mi todo, vida, luz, justicia, paz y redención.
Me guarda el trono eternal, por él, corona celestial.
¡Amén y alabado sea Dios!