“Entonces habló Jesús a la gente y a sus discípulos, diciendo: En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos” (Mat. 23:1, 2).
Los fariseos modernos están para dictar la ley. Moisés transmitió la ley de Dios que recibió directamente del Señor en el Monte Sinaí. No eran sus ideas. No era un sistema legalista para encadenar a la gente, sino las directrices de Dios para llevar una vida santa, saludable y justa, para que el hombre pueda vivir en paz con Dios y en buena relación con su semejante. Los fariseos añadían a ley de Dios. Lo que ellos enseñaban no venía de Dios, sino de ellos sí. Así es con los fariseos de hoy; enseñan sus propias ideas acerca de lo que es una vida santa y exigen a los demás que lo cumplan. Se sientan “en la cátedra de Moisés”, es decir, asumen la autoridad de Moisés, e imponen su propia ley como si fuese la de Dios.
“Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; así no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen” (v. 3). Un fariseo moderno es uno que enseña, pero no cumple lo que él mismo enseña. Su enseñanza es buena. No es ignorante de las Escrituras, pero no las pone por obra. Enseña y no hace. Esto es hipocresía. “Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas” (v. 4). El fariseo exige a los demás una espiritualidad muy difícil de cumplir. Pone un listón alto para otros que él mismo no alcanza. Uno que enseña la necesidad de evangelizar, y no evangeliza; la necesidad de ayunar y no ayuna; la necesidad de ofrendar, y no se sacrifica; la necesidad de pasar mucho tiempo en oración, y no lo hace; o la necesidad de estudiar mucho la Palabra, o visitar enfermos, asistir a todos los cultos, o vivir sencillamente, y no lo hace él, esta persona es un fariseo. ¿Caigo yo en esto? ¿Enseño lo bueno y no lo cumplo? ¿Exijo de los demás lo que yo mismo no doy? Que el Señor examine mi corazón para mostrarme lo que tengo yo de fariseo.
“Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres” (v. 5). Cuando yo hago una obra buena, ¿la anuncio? ¿Procuro que los demás se enteren? ¿Lo digo de paso, esperando que lo cojan de vuelo? Esto es el espíritu farisaico.
“Aman los primeros asientos en las cenas y las primeras sillas en las sinagogas” (v. 6). Quieren reconocimiento. ¿Quién de nosotros no ha caído en este pecado, en el deseo de recibir atenciones especiales, ser tratado como alguien importante, recibir las gracias en público por lo que hemos hecho? ¿Me ofendo cuando no recibo el reconocimiento que creo que debo tener? Es posible que tengamos más del fariseo de lo que pensamos.
“Y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí” (v. 7). ¿Quiero que nombren mis títulos, que digan que soy maestro, o evangelista, o asistenta social? ¿Quiero honores como maestro? ¿Espero que me saluden como persona importante? ¿Me veo mejor que otros? ¿He caído en la trampa del orgullo?
Oh Espíritu de Dios, escudriña mi corazón y hazme ver todo lo que hay del fariseo escondido en mí, para que lo aborrezca, lo confiese, y lo destierre. Líbrame de todo ápice del fariseísmo, y pon en mí el espíritu sincero y auténtico de Jesús. Amén.