“Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna en los cielos” (2 Cor. 5:1). “Vosotros sois templo del Dios viviente” (2 Cor. 6:16).
El Tabernáculo que Moisés levantó en el desierto fue reemplazado por el Templo de Jerusalén. Tuvo el mismo diseño y las mismas funciones, pero en versión sólida, hecha de piedra en lugar de telas. Nuestro cuerpo es una estructura temporal, una tienda, que un día desocuparemos para ser revestidos con un cuerpo definitivo, celestial: “Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Cor. 5:4). Un día tendremos un cuerpo nuevo y serviremos a Dios haciéndole culto y adorándole en el Cielo; pero, mientras tanto, lo hacemos en este tabernáculo/ templo que es nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo es un santo lugar, la morada de Dios, donde hacemos culto, no como en la iglesia (o la capilla), sino como en el Tabernáculo. Vamos a la iglesia, cantamos, leemos la Biblia, y escuchamos un sermón. En contraste, el culto en el Tabernáculo/Templo se hacía de otra manera. Para empezar, los israelitas no hacían cultos. El “culto” era la vida, consagrada a Dios y vivida según su voluntad, su Palabra. Esto es lo que el judío Pablo, entendido en las Escrituras, enseñaba:“Presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Rom. 12: 1).
¿Entonces, en qué sentido es nuestro cuerpo el Tabernáculo/Templo? Tal como Dios vivía en medio de su pueblo, nuestro cuerpo es la sagrada morada de Dios en el centro de nuestro ser. Consecuentemente, para estar en su presencia, tenemos que estar centrados, es decir, centrados en Él. No distraídos, no centrados en el pecado o en nuestra vieja y pecaminosa carnalidad, sino permaneciendo en Él. El propósito del Tabernáculo era llegar a Dios. Se llegaba por medio de la confesión de pecado y la renovación en el Espíritu Santo, la luz de la Palabra y la oración. ¡Ya hemos hecho referencia a todos los muebles del Tabernáculo! Una vez llegados, queremos permanecer allí, vivir de esta manera, en real y constante comunión con Dios.
En nuestro tabernáculo somos los sacerdotes y nuestra función es pasar por todos los muebles para adorar a Dios en Espíritu y Verdad, siempre, viviendo delante de Él en santidad. Lo único que estorba nuestra comunión con Él es el pecado que está muy alojado en las raíces de nuestra personalidad. Hacemos lo que hacemos porque somos como somos. El Espíritu Santo nos lo va mostrando, volvemos al altar y lo confesamos, vamos al lavacro donde el Espíritu Santo nos transforma según la luz de la Palabra, y volvemos al Lugar Santísimo. La oración ha acompañado todo este proceso.
Nuestra vida transcurre en el tabernáculo, en medio de estos muebles. Desde el lugar santísimo, desde el centro de nuestro fuero interior, estamos andando en luz, comiendo de la Palabra, llevando una vida de oración, vamos siendo renovados en el Espíritu, y la sangre de Cristo nos va limpiando de todo pecado. Así estamos cuando estamos llenos del Espíritu Santo: estamos en la presencia de Dios, llenos de la Palabra, viviendo en santidad. Esta es la vida en nuestro tabernáculo terrenal. Cuando nos revestimos de nuestro cuerpo nuevo, “aquella nuestra habitación celestial” (2 Cor. 5:2), será lo mismo llevado a la perfección en el Cielo.