“Y no vi en ella templo; porque al Señor Dios todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (Ap. 21:22).
En la Nueva Jerusalén, no habrá Templo. ¿Por qué? El Templo era el centro de la vida en Israel, el factor unificador de la nación, su gloria. En las fiestas anuales todo Israel subía a Jerusalén en alegres procesiones cantando los salmos hasta llegar al Templo, el corazón de la ciudad: “Me acuerdo de cómo yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios, entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta” (Sal. 42:4). Se sacrificaban los animales para perdón del pecado y se hacía banquete delante de Dios. En el día de expiación el sumo sacerdote conseguía el perdón del pecado del pueblo. Pero en el eterno Reino de Dios, no habrá nada de esto. No habrá templo. No habrá el altar de sacrificio. No habrá más pecado: “No entrará en ella ninguna cosa inmunda”(Ap. 21:27). Todos seremos definitivamente perdonados y transformados; “seremos semejantes al El porque le veremos tal como Él es” (1 Juan 3:2).
No habrá candelero: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y la naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de ella” (Ap. 21:23, 24). ¡Ni candelero, ni sol! La gloria de Dios alumbra, como la gloria shekiná de la nube alumbraba Israel en el desierto por la noche: “No habrá más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap. 22:5). Viviremos en completa santidad. No habrá lamesa de panes, porque estará Cristo la Palabra en Persona. No leeremos la Biblia; hablaremos con la Palabra misma y tendremos perfecta comunión con Él.
No habrá lavacro. Estará convertido en río:“Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía de trono de Dios y del Cordero” (Ap. 22:1). El río fluye de Trono de Dios, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Es el río que fluía del Templo en la visión de Ezequiel (Ez. 47) y el río del Espíritu que fluye de nuestro interior (Juan. 7:38, 39). Beberemos de Él y comeremos de Cristo, y estaremos profundamente satisfechos.
No habrá altar de incienso. No habrá más oración, sino conversación directa con Dios. Antes de pedir nada, nos será concedido (Is. 65:24). Lo que sí habrá es el Trono de Dios: “El trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su rostro, y sus nombre estará en sus frentes. (Ap. 22:3, 4). Viviremos a la luz de su Ley y le serviremos día y noche en perfecta santidad. No habrá nada para interrumpir nuestra comunión con Él.
En la Nueva Jerusalén, Dios es el Templo y viviremos en Él. Jesús es el Rey y reinará sobre el Trono de David para siempre, tal como el angel le dijo a María. “Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de esta cosas en las iglesia. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciendo de la mañana” (Ap. 22: 16). Estaremos bajo su gobierno eternamente, viviendo en Dios, bebiendo de su Espíritu, con el gozo desbordado de ser pueblo de Dios, con Dios en medio nuestro, en toda su hermosura, eternamente.