LA NUBE Y EL TRONO DEL TABERNÁCULO (4)

“Finalmente erigió el atrio alrededor del tabernáculo y del altar, y puso la cortina a la entrada del atrio.  Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo” (Éxodo 40:33, 34).

            El tabernáculo que Moisés levantó en el desierto era la morada del Dios trino entre su pueblo. Cada uno de los muebles hablan de Cristo y también del Espíritu Santo, pero Él siempre pasa más desapercibido, porque su ministerio es el de glorificar a Cristo. No llama la atención a sí mismo. Hemos hablado de su presencia invisible dentro del tabernáculo; ahora vamos a hablar de su presencia visible fuera de él: la nube. La nube descansaba sobre el propiciatorio manchado con sangre. Aquí tenemos que parar con suma reverencia y contemplar el Trono de Dios. Dios gobierna a su pueblo desde un trono manchado con la sangre del sacrificio para el pecado que representa la de su Hijo, y la nube que sube desde el trono al cielo representa a su Santo Espíritu dando testimonio visible de su presencia en la tierra. Caímos en la cuenta que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu están  representados en el Trono.

Este es el Tabernáculo que Moisés erigió según el patrón que había visto cuando estaba en el monte; está modelado conforme a la realidad celestial  del Trono de Dios en los cielos, el verdadero Lugar Santísimo celestial. Allí es allí donde nos encontramos con Dios en oración los creyentes del Nuevo Pacto en Cristo.

El Trono de Dios es un Trono de propiciación, manchado con la sangre de nuestro Redentor, hermoso con el Espíritu de santidad, envuelto con la luz de la deslumbrante gloria shekiná de su santidad. Dios mora en luz inaccesible de pureza absoluta. Su mismo Ser emana el grato olor de la santidad de su Persona: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, una fragancia que supera la de las especias aromáticas de tierra. Está sentado en un Trono de gracia, de misericordia, de propiciación hecha con sangre. Es el Trono del Cordero inmolado, resucitado y vivo. La vida irradia de su cuerpo glorificado para llenar el universo de la vida con que se mantiene en funcionamiento, cosa creado en Él, por Él, para Él, y ahora, unificado en Él. Ya no hay dos ángeles de oro encima del Arco del Pacto, sino miríadas de ángeles vivos postrados en adoración delante del Trono de Dios y del Cordero, el que estuvo muerto pero vive por los siglos de los siglos, el más hermoso de los hijos de los hombres y el unigénito Hijo de Dios encarnado y glorificado, glorioso con la luz de la santidad del Espíritu de Dios, nuestro aliado, consolador, y ayudante, el más humilde de los humildes, el Espíritu del amor. Con asombro nos damos cuenta de que el Trono en el cual el eterno y glorioso Trino Ser está sentado es ¡el Arca del Pacto entre Dios y el hombre! Quedamos atónitos, perdidos en admiración ante lo incomprensible e inexplicable. ¡Dios gobierna el universo sobre la base de nuestra redención! Exclamamos: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra”. Nos postramos junto a los ángeles abrumados por un sentido de indignidad ante el Dios de toda gracia. Solo podemos decir: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, y la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”. Amén.