“Si andamos en la luz, como Él está en la luz, tenemos comunión unos con los otros y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
El camino a la comunión diario con Dios es el mismo camino de la conversión, salvando distancias. Veámoslo.
Nuestro deseo es vivir cerca de Dios, de tener una comunión constante con Él. No queremos vivir lejos de Él ni por un momento, sino en el lugar Santísimo, donde está Dios. Nos acercamos a su trono conscientemente en oración: “Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que obtengamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16). Para acercarnos al trono de Dios, que es el propiciatorio, el trono de la gracia, tenemos que haber pasado por todos los otros muebles del Tabernáculo. Empezamos el camino pasando por la puerta que es Cristo. Sin su mérito no podemos ni pretender acercarnos a Dios. Por medio de Él, de su obra, hemos entrado en una nueva vida que nos permite tener comunión con Dios. Valoramos este privilegio y buscamos esta comunión.
Pasamos por la puerta y encontramos el altar de sacrificio. Allí confesamos nuestros pecados, ya no para salvarnos, pues ya lo somos, sino para estar limpios de los que hemos cometido últimamente. El Espíritu Santo escudriña nuestro corazón y nos muestra lo que hemos de confesar (Salmo 139:23, 24). “Si dijéramos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso, y su Palabra no está en nosotros” (1 Juan 1:10).
Después llegamos al lavacro. Hemos nacido del Espíritu, pero ¿estamos viviendo en el Espíritu Santo? ¿O en la carne? (Rom. 8:5, 6). Para tener comunión con Dios, tenemos que estar viviendo en el Espíritu, a la luz de su Palabra, y en actitud de oración. Allí vienen los muebles del Lugar Santo, la mesa de panes, que representa la Palabra de Dios, y el candelero, que es la luz, y el altar de incienso, que es la oración. El candelero nos habla de una vida de luz y santidad en obediencia a la Palabra: “Si andamos en la luz, como Él está en la luz, tenemos comunión unos con los otros y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Así tenemos comunión con Dios y con los demás creyentes.
Y como ya no está el velo que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, es todo uno, ya estamos en la presencia de Dios. O sea, siendo limpios de pecado y nacidos del Espíritu, entramos en la presencia de Dios, en el Lugar Santísimo. Juntando el Lugar Santo con el Lugar Santísimo, estamos viviendo en el ámbito de la Palabra de Dios, comiendo de ella, incorporando sus enseñanzas y su mentalidad en nuestra vida, y estamos, por lo tanto, viviendo una vida de santidad. Somos luz. Nos ponemos delante del altar de incienso para ofrecer nuestros oraciones y ruegos, intercesiones y suplicas, delante del trono de la gracia que es el propiciatorio y allí recibimos misericordia, gracia y el oportuno socorro. Le adoramos. Y allí estamos en viva comunión con Dios por medio de su divino Hijo. Él es el Camino que nos ha conducido a esta hermosa relación con Dios donde tenemos comunión con Él en el Espíritu Santo, por medio de la sangre de Cristo. Bendita la Puerta. Bendito el Camino. Bendito el Cordero de Dios. Bendito el bautismo en el Espíritu Santo. Bendito el Pan de Vida. Bendita la Luz del mundo. Bendito nuestro Sumo Sacerdote. Bendito nuestro Dios, y bendita la comunión con Él. Amén.