“Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. Le dijeron, pues, los otros discípulos: Al Señor hemos visto. Él les dijo: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:24, 25).
Los otros discípulos vieron al Señor Jesús resucitado, pero Tomás no estuvo presente en aquella ocasión. ¿Dónde estaba? Seguramente estaba confundido, abrumado de tristeza, creyendo que Jesús estaba muerto y que todo se había acabado. Pensaría que había gastado tres años siguiéndole para que terminase así. Ahora, ¿qué hacer con su vida ya que no estaba Jesús y que todos sus ilusiones habían sido en vano? Sin embargo, le amaba y estaba destrozado por lo que había pasado. No entendía nada.
Cuando los demás discípulos le dijeron que el Señor estaba vivo, le parecía imposible, no se atrevía a creerlo, sin embargo, quería creerlo. Pero no quería ser desilusionado de nuevo. Deseando que fuese verdad, pero con dudas masivas, Tomás dijo que si le viese, creería. Exigía evidencias. Pero se comprometió. Si lo viese, sí que creería.
¿Ver es creer? No, y mil veces no. Algunas personas dicen que si tuviesen evidencias fehacientes, creerían. ¿Es cierto? Depende si tienen amor a la verdad. Los hay que no la tienen: “Por cuanto no recibieron el amor a la verdad para ser salvos” (2 Tes. 2:10). Podemos explicar el evangelio con toda claridad y poder, podemos presentar argumentos convincentes de la resurrección, podemos llevarles a la tumba vacía, pero si no tienen amor a la verdad, dirán que los discípulos han venido y han robado el cuerpo. La condición previa para creer es tener amor a la verdad. Si uno no lo tiene, el Señor Jesús puede presentarse en persona delante de sus ojos, pueden poner su dedo en la señal de los clavos y su mano en su costado, ¡y todavía no creer! Creer no es cuestión de los ojos, es cuestión del corazón.
Toda la evidencia del mundo no puede convencer a la persona que no ama la verdad. De este grupo eran los principales sacerdotes: “De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían: A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él” (Mat. 27:41, 42). Mentira. Si Jesús hubiese descendido de la cruz, no habrían creído, porque no les interesaba creer. Habrían perdido su prestigio. Quedarían delante de la multitud como los malos que habían crucificado a un hombre inocente. Quedaría claro que todo lo que dijo Jesús acerca de ellos era cierto. Tendrían que reconocer su corrupción, hipocresía, envidia y maldad, y no querían. Ellos querían los primeros lugares; ¿cómo iban a ceder su puesto a Jesús? Tendrían que reconocer su autoridad sobre ellos, y no estaban dispuestos a humillarse.
Lo mismo es cierto de la gente de hoy. Los que no tienen amor a la verdad, no son incrédulos por falta de evidencia, sino por sus intereses creados. No creerán porque tendrían que reconocer su pecado, y no quieren. Tendrían que abandonar sus adulterios, dejar de tener sex con el novio, dejar de derrochar su dinero a su gusto, dejar de odiar a sus padres, dejar de estafar en el trabajo, dejar de vivir a su manera, y empezar a tomar su cruz y seguir a Cristo, y esto no interesa para nada. Si tú eres salvo, es porque amas la verdad y estás dispuesto a ser consecuente con ella.