LA SANGRE

“…Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:11, 12).

            En el hebreo la frase “habiendo obtenido eterna redención” es mejor traducido: “obteniendo eterna redención”, o “asegurando eterna redención”.  La diferencia es significativa por lo que vamos a comentar a continuación.

            Para entender la idea tenemos que volver al tabernáculo del desierto. En el día de la expiación, después de sacrificar el animal por el pecado de todo el pueblo, el sumo sacerdote tenía que recoger la sangre y llevarla dentro del tabernáculo al Lugar Santísimo y esparcirla sobre el propiciatorio para así hacer expiación por todo el pueblo. Leemos del procedimiento en Levítico 16: “Tomará luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre”(v. 14). Ya sabemos que el altar de sacrificio estaba en el patio exterior del tabernáculo y que este altar representa la cruz donde la sangre de Cristo fue derramada. En el altar los pecados no fueron perdonados. La expiación no fue llevada a término hasta que no entrase el sumo sacerdote dentro del tabernáculo para rociar el arca del pacto con esta misma sangre. En este momento el pecado del pueblo quedó perdonado. Y el pueblo lo sabía, ¡porque el sacerdote salió vivo! No había sido fulminado. Dios había aceptado el sacrificio.

            En el caso de Cristo, Él fue sacrificado en la cruz y luego fue necesario que ascendiese y entrase en el Lugar Santísimo en tabernáculo celestial con su propia sangre para que el pecado fuese perdonado y el sacrificio aceptado. Con toda esta explicación estamos diciendo que el momento preciso de nuestra salvación fue cuando Cristo presentó su sangre delante del Trono de Dios en los cielos y su sacrificio fue aceptado por el Padre. Dios Padre es quien perdona el pecado, no la Victima. Este es el momento que está contemplando el autor de la carta a los hebreos.

O sea, después de su sacrificio en la cruz, Cristo entró el Tabernáculo celestial para presentarse delante del propiciatorio en el Lugar Santísimo para rociarla con su propia sangre, figurativamente hablando, como hacía el sumo sacerdote con la sangre de la víctima. Ya sabemos que el propiciatorio celestial es el Trono de Dios, el Trono de la Misericordia. Nosotros somos salvos por la sangre de Cristo vertido en la cruz en la tierra y luego rociado sobre el trono de Dios en el cielo. Nuestro Dios está sentado en un Trono en el Cielo rociado con la sangre de su propio Hijo. Esta es nuestra salvación.

El Trono de Dios en el Cielo está rociado con sangre y, a la vez, en el Cielo nuestro Salvador seguirá llevando las marcas de su pasión en su cuerpo. Todavía podremos poner nuestro dedo en la señal de los clavos y nuestra mano en su costado. Tendremos delante de nosotros para siempre el recordatorio de la sangre de nuestra salvación en el mismo Trono de Dios y las señales de su sacrificio en el cuerpo glorificado de nuestro amado Salvador. La expiación de Cristo será el tema y la base visibles de nuestra vida eternamente. Selah.