Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos,sumisos unos a otros, revestidos de humildad, porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajos la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo”(1 Pedro 5:5, 6).
¡Justo lo que todo el mundo está deseando: estar sujeto, y ser sumiso y humilde! No hay nada más lejos de la verdad. A no ser que el Espíritu Santo haga una obra sobrenatural de quebrantamiento en nosotros, lo último que queremos ser es humilde. Pensamos que es muy hermoso que el Señor Jesús se humilló para venir a este mundo y nacer en un pesebre, pero no deseamos esta humildad para nosotros mismos. No se nos ocurre pensar que lo suyo fue un ejemplo a seguir para nosotros. El caso es que no nos gusta ser humildes. Queremos mandar, figurar, ser importantes, lucir, ser el centro de atención, recibir cumplidos y alardes, y ocupar el lugar de honor y prestigio. Esto es lo que pide nuestra carne.
Jesús fue todo lo contrario. El es el Rey en el pesebre, coronado con espinas, rechazado y reducido a una forma menos que humano, ridiculizado y repudiado, y no hizo nada para defenderse. Renunció todo vestigio de dignidad humana para llegar a ser un desperdicio desfigurado y dejado para morir. Tal fue el desprecio que sufrió que dijo de sí mismo: “Soy gusano y no hombre”.
¿Podría haber mayor contraste entre Él y el orgullo nuestro?, orgullo que insiste en sus derechos y se levanta en indignación si alguien infringe su dignidad. Las madres enseñen a sus hijos a defenderse, a promocionarse y captar la atención de los demás. Y si alguien les pone en su lugar, si se atreve a reprende a su hijo, se enfadan. ¡Cómo te atreves! No estamos hablando de la calle, sino de la iglesia. En el mismo seno de la iglesia hay rivalidades, descalificaciones y luchas para conseguir el poder; el orgullo está en plena floración. No hemos aprendido mucho de la vida de Cristo. La estampa del pesebre nos cautiva, y la visión de la Cruz nos conmueve, pero no hemos captado la idea que este es el patrón para nosotros. Somos más bien como los discípulos que estaban discutiendo para ver quién iba a ocupar el lugar más alto en el reino de Dios.
Esta Navidad podemos observar si hay humildad hay entre nosotros. Vamos a fijarnos en los programas, presidencias, y participaciones para darnos cuenta quiénes son las personas que realmente son siervos por amor a los demás, y quienes son los que buscan el primer lugar, y esto, no con el afán de criticar, sino para ver cómo está el patio, porque lo que identificamos en otros es lo que hay latente en nosotros mismos. Si criticamos, es señal que no hemos empezado a ver el orgullo en nosotros que se esconde tras un tupido velo, esperando ser provocado, para que alce su cabeza fea, y ataca.
Pedro antes era uno que tenía que figurar. Siempre llevaba la voz cantante. Pero él fue humillado cuando falló tan terriblemente. Ya no pudo jactarse de su lealtad a Jesús. Y es él mismo quien nos enseña a humillarnos bajo la poderosa mano de Dios. Dios usa nuestras circunstancias desagradables para humillarnos. Son su poderosa mano poniendo presión. Y al ver cómo somos, nos arrepentimos y nos humillamos, ¡y el resultado es hermoso!: personas que se parecen un poco más al Señor Jesús, para la gloria de Dios Padre. Pensemos esto: la Navidad es la celebración de la humildad.