“Gracias a Dios por su Don inefable” (2 Cor. 9:15).
El regalo más grande que Dios ha dado jamás a la humanidad, ¡y nos ha dado muchos!, es el don de Su precioso Hijo. Con Él tenemos el perdón de nuestros pecados y la consciencia limpia; nacemos de nuevo y tenemos un nuevo corazón y un nuevo espíritu, tenemos acceso al Padre, paz y comunión con Dios, comunión con los demás creyentes, y una herencia eterna en los cielos con todos los santos.
Pero para tener ese regalo, necesitamos otro, sin el cual aquel no es nuestro. Y este es el don de la convicción de pecado por el Espíritu Santo. Es una mala comparación, pero algunos recordaremos que antiguamente algunas latas de carne y de atún venían con una llave para abrirlas. Sin la llave, no se podían abrir. De la misma manera, sin la llave del Espíritu Santo el regalo maravilloso de Cristo no se puede abrir.
Si no nos arrepentimos, no tenemos acceso a la salvación que el Señor Jesús nos ha conseguido. Cristo no ha salvado a toda la humanidad, ipso facto, como creen algunos liberales, sino a los que le recibieron: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hecho hijos de Dios” (Juan 1:12). El Señor entra en corazones limpios, preparados por el Espíritu Santo, y esta preparación es la convicción de pecado sin la cual nadie ve la necesidad de un Salvador. Si no hay convicción de pecado producido por el Espíritu Santo, no hay arrepentimiento que valga. Decir: “Señor, perdóname si alguna vez he hecho algo malo”, no consigue el perdón de Dios. No puedes pedir a Dios que perdone tus pecados y entre en tu corazón sin el don del arrepentimiento. Es al corazón contrito y humillado bajo el peso de la condenación segura y merecida por su propia maldad el que clama a Dios por misericordia. Esta persona clama: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado”(Salmo 51:l, 2). Dice: “Yo reconozco mis rebeliones”,porque el Espíritu Santo le ha mostrado la realidad de su condición delante de Dios.
Una vez que la persona se ha arrepentido, la sangre de Cristo borra su pecado. Hace una limpieza al fondo en su corazón para que Cristo pueda entrar y hacer de él su residencia.
“Ven a mí corazón oh Cristo, pues en él hay lugar para ti”
Esto es lo que puede cantar ahora la persona con el corazón preparado, limpio para recibir a Cristo. Puede ofrecerle un lugar para el Hijo de Dios, un cuartel general, un salón del trono, donde Cristo puede gobernar en nuestras vidas. El Espíritu Santo convence de pecado, la sangre de Cristo limpia el pecado, y el Espíritu Santo regenera, y Cristo viene a vivir en este corazón que ahora le pertenece. “El Espíritu de Verdad… mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros”(Juan 14:17, 18). Viene el Espíritu Santo, viene Cristo, y Dios ya vive en nosotros. Este incalculable honor es nuestro cuando estamos en condiciones de recibir el inefable Don de Dios