“Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuando sois hijos, Dios envío a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gal. 4:4-6).
Durante estos días de fiesta lo que celebramos los cristianos es que Dios envió a su Hijo a este mundo. Nació en Belén. Y la respuesta de cada creyente ha sido: ¡Que él nazca en mí, que mi corazón sea un Belén para el Hijo de Dios, para que Él desarrolle su vida en mí! El que nace en nosotros es el Hijo de Dios. Cuando recibimos a Cristo, llegamos a ser hijos de Dios: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hecho hijos de Dios” (Juan 1:12). A esto Pablo añade: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo”. Tenemos el Hijo, y el Espíritu de su Hijo. El Espíritu de su Hijo nos introduce en la relación de hijos, es decir, a cultivar la relación filial con nuestro Padre celestial.
¿Cómo es esta relación de Hijo? El texto lo explica: “el cual clama: ¡Abba, Padre!”. Nos relacionamos con Dios como sus hijos pequeños, en dependencia, en una relación amorosa y cercana. Un niño pequeño, recién nacido, depende de su padre para todo, pero apenas se da cuenta de ello. Un bebé un poco más mayor reconoce a su padre. Se alegra cuando lo ve. Quiere que le coja en brazos. Quiere que esté por él, que juegue con él, que le explique cosas. A la medida que va creciendo, la relación va desarrollándose para que el hijo conozca cada vez mejor al padre. Al principio, de muy pequeñito, no sabe nada de su padre, pero a la medida que va creciendo, la relación toma más conocimiento. El padre se da a conocer y el hijo va comprendiendo cómo es su padre. En una relación normal, el hijo le obedece y de admira, y quiere madurar para ser como su padre.
El Espíritu de su Hijo, de Cristo, en nosotros es así. Es un espíritu de dependencia, de obediencia, de confianza, y de conocimiento que va aumentando con el tiempo. A la medida que vamos creciendo, el conocimiento de Dios va aumentando, pero la dependencia y la obediencia permanecen iguales. Siempre estaremos bajo su autoridad paterna. Y siempre espera de nosotros una obediencia total. No maduramos para independizarnos. El Señor fue obediente hasta la cruz, es decir, hasta el último momento de su vida. Nunca llegó a mayoría de edad para tomar sus propias decisiones. Fue una búsqueda de su voluntad hasta que agachó su cabeza en la muerte y encomendó su Espíritu al Padre.
Este es el Espíritu Santo que tenemos, un Espíritu de hijos, el mismo Espíritu que estuvo en su Hijo, Espíritu que clama al Padre, llamándole Abba, la palabra que tú usabas de pequeño para llamar a tu padre con la actitud que hace resaltar todas los sentimientos hermosos de paternidad en nuestro Padre celestial. Y Él responde como responden todos los padres cuando sus hijos extienden sus brazos hacia ellos en confianza, nos coge y nos ama, con todo el amor que está en su corazón paterno.