“En el año noveno, en el mes décimo, a los diez días del mes, vino a mí palabra de Yahvé diciendo: Hijo de hombre, escribe la fecha de este día, pues en este mismo día el rey de Babilonia puso sitio a Jerusalén”(Ez. 24:1, 2).
La fecha de este día quedaría grabada en la memoria del profeta para siempre, no solo por la catástrofe de Jerusalén, sino por la tragedia personal que iba a sufrir. Era el día que iba a morir su esposa. ¿Por qué tuvo que morir ella? Por la mañana estaba perfectamente bien, y por la tarde estaba muerta. Las dos cosas están íntimamente relacionadas. Jerusalén está viviendo una tragedia masiva y su profeta está viviendo una tragedia personal en lo más profundo de su corazón. El profeta vive lo que Dios vive y lo que su pueblo vive; está entre ambos para interceder.
La noticia del sitio de Jerusalén llegó a Ezequiel directamente de Dios el mismo día que ocurrió; no llegaría por los medios normales de comunicación hasta mucho más tarde, pues las noticias tardaban semanas o meses en llegar. Dios quería que los de la cautividad en Babilonia supieran inmediatamente lo que estaban viviendo sus familiares en Jerusalén. Habían guardado la esperanza dada por los falsos profetas que Jerusalén no caería, que Dios protegería la ciudad que llevaba su Nombre, el lugar del Templo, y que el ejército de Nabucodonosor volvería a su tierra sin tomar Jerusalén. Dios les había dado victoria sobre grandes potencias en el pasado, seguramente lo volvería a hacer una vez más. Pero no. Dios predice la caída de la Ciudad: “Nunca más te limpiarás, hasta que yo sacie me ira sobre ti. Yo Jehová he hablado; vendrá, y yo lo haré. No me volveré atrás, ni tendré misericordia, ni me arrepentiré; según sus caminos y tus obras te juzgarán, dice Jehová el Señor” (v. 13, 14).
Ezequiel cuenta: “Hablé al pueblo por la mañana, y a la tarde murió mi mujer” (v. 18). Dios le había avisado: “Hijo de hombre, he aquí que yo te quito de golpe el deleite de tus ojos; no endeches, ni llores, ni corran tus lágrimas. Reprime el suspirar, no hagas luto de mortuorios” (v. 16, 17). El pueblo preguntó por el significado de la reacción del profeta. “Y yo les dije: La palabra de Jehová vino a mí, diciendo: Dí a la casa de Israel: Así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo profano mi santuario, la gloria de vuestro poderío, el deseo de vuestros ojos y el deleite de vuestra alma; y vuestros hijos y vuestras hijas que dejasteis caerán a espada… Ezequiel, pues, os será por señal” (v. 21, 22, 24). El profeta tuvo que vivir lo mismo que iba a vivir su pueblo, la pérdida de lo que más amaba.
Si tú vives cerca del Señor y tienes el ministerio de hablar proféticamente a su pueblo, es decir, de comunicarles la palabra de Dios para la hora que están viviendo, o si Dios te ha dado el ministerio de interceder por su pueblo, es posible que te haga vivir en tu misma carne lo que su pueblo está pasando. ¿Qué está pasando en la iglesia en tu ciudad? ¿Coincide con lo que estás viviendo en tu propia casa? ¿Preguntas por qué? En parte la respuesta es para que entiendas de primera mano lo que la iglesia está viviendo para hablar o para orar con conocimiento de causa, y también para que vivas lo que Dios está viviendo para intimar más profundamente con Él. El profeta pasa lo que su pueblo pasa y lo que Dios pasa para identificarse con ambos lados en sus intercesiones. Si este es tu caso, Dios te ha puesto en un lugar muy alto.