“Mujer virtuosa, ¿quién la halará? Se levantarán sus hijos y la llaman bienaventurada” (Prov. 31:10, 28).
Es imposible para mí escribir acerca de la mujer que combina los valores femeninos de madre y esposa hija, por un lado, y profesionalidad por el otro, sin acordarme de mi madre que fue ejemplar en las dos cosas. Era una mujer muy adelantada por sus tiempos. Trabajaba como secretaria, luego maestra y finalmente como profesora universitaria mientras criaba cuatro hijos y mantenía una casa. De soltera sacó una carrera universitaria y veinte años más tarde volvió a la universidad para sacar otra en educación para tener un horario que le permitiría estar más tiempo en casa con sus hijos. Era muy complicado combinar la profesión y el hogar, pero siempre tenía claro sus prioridades. No nos quedaba ninguna duda que éramos amados. No obstante, mi madre acusaba la tensión entre sus dos vidas, volcándose alma y cuerpo en cada una de ellas. Como secretaría era excelente, como maestra muy amada, como profesora universitaria valorada por todos sus alumnos por la ayuda personal que daba a cada uno. Terminó su carrera con un alto reconocimiento de un “eméritus award” (galardón de mérito), del cual siempre estaba muy orgullosa.
Mi madre era una mujer muy sociable. Participaba en asociaciones para padres en nuestros colegios, en actividades en la iglesia, y círculos literarios, grupos de ocio para matrimonios, y a nosotros nos llevaba a deportes, visitas semanales a la biblioteca, Boy Scouts y Girl Scouts, asociaciones para niños, clases de baile, museos, y al Club de Buenas Nuevas, donde yo me convertí. Ella conoció al Señor cuando yo ya había salido de casa, y desde entonces su vida dio un cambió enorme en cuanto a su concepto de la vida, hábitos y amistades. Mis padres iban a reuniones en las casas donde hicieron amistades para toda la vida. Nosotros nos reíamos diciendo de mi madre que tenía 50 amistades íntimas, porque siempre estaba al teléfono.
Tenía un corazón compasivo para los pobres, los enfermos, y la gente que se encontraba sola. Contribuía a organizaciones misioneras y muchas otras caridades, como la asociación contra la leucemia, cáncer, lesionados de guerra, y otros que no supimos nada de ellos hasta que ella falleció y recibíamos la correspondencia. Siempre teníamos invitados en casa e incluía en estas ocasiones a otros que no tenían muchos amigos para que hiciesen amistades. Con más de 90 años lo seguía haciendo. Aun después de jubilada seguía ayudando a jóvenes con sus entrevistas de trabajo y a otros con sus estudios. ¡Con esta edad seguía corrigiendo trabajos de los estudiantes de mi hermana, también profesora universitaria!
Emprendedora, animosa, positiva, motivada, entregada a cada uno de nosotros, esta era/es mi madre, una mujer de oración y amor para la gente. El Señor me dio el regalo de recuperar tiempo perdido con ella de pequeña, cuando ella trabajaba, ya de mayor cuando estaba un poco más asentada, por motivos de la edad. Murió tranquilamente en su casa con 96 años, los hijos y las cuidadoras alrededor de la cama encomendándola al Señor, a la mujer que nos había amado con pasión y apoyado en todas las facetas de nuestras vidas, siempre una fuente de ánimo e inspiración, y siempre recordada, una mujer profesional reconocida, pero por encima de de todo, una madre.