“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5: 15).
El papel del hombre no estaba contemplado en este breve estudio que está dirigida a la mujer, pero es difícil hablar de un dúo sin mencionar la segunda voz. El propósito de Dios es que canten en armonía y que la combinación de las dos voces sea hermosa. Juntos reflejen la imagen de Dios (Gen. 1:26): el hombre, el lado dominante, masculino, y la mujer sus cualidades más tiernas. Pues, el Hijo de Dios también encarnó todas las virtudes, masculinas y femeninas; toda virtud y todo valor hermoso es suyo.
En una palabra, el papel del hombre es ser como Cristo en su amor para la Iglesia. ¿Cómo se manifiesta? Es un amor que busca, como el pastor a la oveja perdida. Busca a su esposa, no solo para casarse con ella, sino también para conocerla y estar a su lado, para comunicarse con ella y entenderla. El hombre elige, la mujer responde. El hombre toma la iniciativa, la mujer actúa en respuesta.
El amor de Cristo/el hombre es celoso: quiere la esposa exclusivamente para él. No quiere un corazón compartido con otro hombre, sino la devoción exclusiva de su mujer. Se casa con ella “en justicia, benignidad, misericordia y fidelidad” (Os. 2:19, 20). No se divorcia de ella como Cristo no se divorcia de su Iglesia. Cristo es Cabeza de la Iglesia como el hombre de su hogar. Como Cristo espera la obediencia que le corresponde, el marido esperar liderar su casa y que su esposa colabore con él bajo su autoridad. No se la impone. No anula a su esposa, sino que la potencia. Como Cristo dio dones a su Iglesia y quiere que se cultiven y que se desarrollen, y como Él la ayuda en el proceso, el hombre reconoce y valora los dones y habilidades de su esposa. No los ignora. No intenta hacerle sombra y competir con ella. Puesto que él mira por su bien, es fácil que la mujer se someta a él, a un hombre que ha puesto su vida por ella, como Cristo por la Iglesia. Derramaría su sangre por ella si fuese necesaria. La valora. La aprecia. Cristo la compró con su sangre, es nacida de su lado herido, como Eva nació del lado herido de Adán, para ser parte suya; el hombre considera la esposa parte de sí mismo, carne de su carne y hueso de sus huesos. Ningún hombre sensato hace daño a su propio cuerpo, sino que lo sostiene y lo cuida; así mismo hace el hombre con su esposa.
En la carta de amor de Cristo a su Iglesia (Ap. 2 y 3) vemos que la apoya y felicita en todo lo que hace bien, y la corrige en lo que hace mal. Trabaja por su progreso en santificación. Su meta de marido es que al final ella sea lo más perfecta posible, lo mismo que Cristo desea por su Iglesia. Va a presentársela a sí mismo como una Iglesia sin mancha ni arruga, sino santa y perfecta.
Los dos, el hombre y la mujer, son“coherederos de la gracia de la vida”, salvados por la misma Sangre y parte del mismo Cuerpo, esperando el mismo Cielo donde ya no serán hombre y mujer, sino ambos parte de la Novia del Cordero. Aquí reflejan la relación entre Cristo y la Iglesia, allí solo serán Iglesia, la relación consumada. Por medio de su matrimonio los dos serán más hermosos, más maduros, más preparados para su papel definitivo, y esto, debido a la relación de amor que han sostenido el uno con el otro aquí en la tierra. Qué así sea.