“Y Abraham replicó y dijo: He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza” (Gen. 18:27).
A uno que ni es digno de ser considerado alumno en tu escuela / Tú, de tu amor, le has tomado por amigo. ¡Qué maravilla de bondad!
Tan débil soy, oh Señor de toda gracia, tan indigno soy de Ti, / que aun el polvo de tus pies es más valioso que yo.
Moras en luz sin sombras, por encima de todo pecado y vergüenza. / ¿Cómo pudiste bajar para llevar nuestro pecado y vergüenza? ¿Cómo puedo explicar tal amor?
¿Acaso estimaste en poco el trono celestial / al condescender a tomar un cuerpo mortal, todo por amor a mí?
Cuando hincaron los clavos en tu carne, ¿no lo soportaste fielmente? / ¿Qué nombre encontramos digno para hacer justicia a una vida tan paciente y tan pura?
Así es; el Amor mismo tomó forma humana, pues por amor a mí Él vino. / Yo no puedo mirarle la cara por vergüenza, por amarga vergüenza.
Si hay algo de valor en mí, procede únicamente de Ti; / entonces, guárdame a mí, oh Señor, / porque, así, solo guardas lo que es de Ti.
Narayan Vaman Tilak, 1862-19
Traducido al inglés por Nicol Macnicol, 1870-1952
Es un gozo encontrar lo que cantaron nuestros hermanos hace siglos y descubrir que amaban el mismo Señor que nosotros conocemos, y eso, con mucha reverencia. La total humillación delante de Dios no está reñida con la correcta autoestima. Si nosotros tenemos algo de valor, es por haber sido creados a la imagen de Dios y redimidos por la sangre de su divino Hijo. Dios se acuerda de que somos polvo (Salmo 103:14). Por eso es aún más maravilloso considerar que Él estimó que valía la pena redimirnos al precio que Él mismo determinó. “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18, 19). Pedro lo sabe. Estuvo presente y vio la sangre. Y supo que fue derramada por pecadores como él, como tú, y como yo. Y supo que detrás estaba un amor que ninguno de nosotros jamás puede merecer. Agachamos, pues, la cabeza debajo de aquella cruz, sentimos caer sobre nosotros la sangre, y nos sentimos bañados en el amor.