“Os he escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios… con ninguno que llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis. Porque ¿Qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará” (1 Cor. 5:9-13).
Pablo está enseñando en este texto acerca de la necesidad de separarse de una persona que se llama hermano en Cristo que practica la fornicación, avaricia, idolatría, robo, maledicencia, borrachera. La fornicación, en este sentido, incluye todo sexo fuera del matrimonio: adulterio, pornografía, y todo pecado sexual. Un avaro es codicioso, mezquino, ruin, usurero, o explotador. Un idolatro es uno que mezcla el culto a Dios con el culto a los ídolos, o prácticas paganas. Un maldiciente es uno que insulta, calumnia, usas palabras sucias y corruptas e hiere con la boca. El texto hace claro que tenemos que separarnos de tales personas. ¿Por qué? Por varios motivos. Para que vean que lo que hacen está mal, para que se arrepienten, y cambien, y dejen de pecar. El segundo es para no contaminar la iglesia, es decir, para no dar la idea a los demás creyentes de la congregación que esta conducta es aceptable, y, tercero, para no dar mal testimonio a los que están fuera. El texto también dice que hemos de juzgar a los que están dentro. Sí. Esto es lo que dice. Juzgamos que esto es pecado y, por lo tanto, que no tenemos comunión con ellos.
Ahora bien, esto en sí es bastante difícil y muchas iglesias no lo practican, ¿pero qué pasa si el ofensor es miembro de nuestra familia? ¿Qué pasa si es nuestro hijo, o hermano, o cuñado, o padre, o abuelo? Más difícil aún. Como mínimo es una separación en lo espiritual. No vas a dejar de comer con tu hijo “creyente” de 17 años que se acuesta con la novia, pero tampoco vas a participar de la mesa del Señor con él, porque no tenéis comunión con él. Hay que marcar una separación. No vas a participar de ningún acto religioso juntamente con él que dé la idea de que tú estás de acuerdo con lo que está haciendo. La idea bíblica no es que me mantengo en comunión con esta persona para mostrarle que le quiero, sino que me separo para que se arrepiente. Tampoco enseña la Biblia que me mantengo en comunión con esta persona porque todos somos pecadores y ¿quién soy yo para juzgar a mi hermano?, sino: he de juzgar a los que están dentro. Una cosa es que voy de compras con mi hija que está en una relación adúltera con un hombre que no es su marido, ¡y otra es que sirvo con ella en la iglesia! La separación es en cuanto a la iglesia. Su pecado le separa de la comunión con Dios y con los demás creyentes, y conmigo también.
Amamos a nuestra familia. No somos fanáticos. No creemos que somos más santos que nadie. Pero nuestra lealtad a Dios es primero. El Señor Jesús dijo: “He venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí” (Mat. 35-38). Aquí es donde entra la cruz. Dios es nuestro primero amor. Pagamos un precio grande en angustia y dolor para ser leales a Cristo, aunque cueste el desprecio, el enfado, la burla y el sarcasmo de nuestros familiares. Ellos reaccionarán fuertemente justificándose y atacándonos por nuestra obediencia al Señor, ¡que llamarán otra cosa! Nos llamarán muchas cosas, pero nuestro deseo y motivación es que vengan al arrepentimiento, porque los amamos.