“Y salieron y mataron en la ciudad. Y aconteció, mientras ellos iban matando (yo quedé solo), que me postré sobre mi rostro, y calmé diciendo: ¡Ah, Adonay Yahvé! ¿Destruirás a todo el remanente de Israel, derramando tu ardiente indignación sobre Jerusalem?” (Ez. 9:8).
Cuando salieron los guardias para matar, Ezequiel cayó sobre su rostro suplicando por la ciudad. Dios le contestó: “La iniquidad de la casa de Israel y de Judá es sobremanera grande, pues el país está lleno de asesinatos, y la ciudad atestada de perversidad, pues dijeron: “¡Yahvé ha abandonado la tierra! Y: ¡Yahvé no ve! Así también haré Yo: Mi ojo no perdonaré, ni tendré misericordia, sino que haré recaer sus caminos sobre sus propias cabezas” (9:9, 10). Dios habría pronunciado estas palabras con voz de hierro, pero corazón quebrantado. Es el mismo que había dicho: “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se inflama toda mi compasión. No ejecutaré el ardor de mi ira, ni volveré para destruir a Efraín” (Oseas 11:8-9). Ha detenido su ira durante siglos, pero ahora el momento ha llegado. Sí que lo había visto todo; la maldad había alcanzado su culminación. Ya venía el juicio. Es demasiado tarde para que Dios oiga las súplicas de su amado profeta. El orden de Dios ya ha salido.
No tenemos que pensar que los ángeles salieron a matar. Esta es una visión. Los que saldrán a matar serán los soldados del ejército de Babilonia, pero tenemos que tener claro que éstos son los verdugos de Dios que están ejercitando su voluntad.
Ya dijimos que la respuesta de Dios al pecado atroz de la ciudad era doble: juicio y abandono. Ahora el escritor sagrado procede a describir el abandono de Dios de su Templo (Ez. 10 y 11). Es uno de los acontecimientos más tristes de toda la Biblia. El Dios tres veces santo que se digno de morar entre los hombres se prepara para abandonar su Templo. (Aquí dejamos un espacio de unos momentos de silencio absorber la gravedad de lo que está a punto de ocurrir y reflexionar.)
Viene a la mente las terribles palabras de Cristo a las iglesia de Éfeso (la misma iglesia que recibió la carta de Pablo con tanta enseñanza sublime): “Recuerda, por tanto, de dónde has caído y arrepiéntete, y haz las primeras obras, pues si no, Yo iré a ti y quitaré tu candelabro de su lugar, a menos que te arrepientas” (Ap. 2:5). Cuando hay grave pecado en la iglesia y no hay arrepentimiento, Dios se retira. Ya no hay luz. Dios es luz. Ya no hay testimonio. La luz de la iglesia es su testimonio en un mundo de oscuridad. ¿Dios se ha ido de tu iglesia? ¿Solo queda el edificio? ¿Los cultos siguen, pero sin Dios? ¿Se puede notar Su presencia en medio de las alabanzas, o es solo un culto a la religiosidad? ¡Qué nuestro Santo Señor nos guarde muy mucho de ofenderle! Qué abra nuestros ojos a lo que está pasando en medio nuestro.
¿Cómo está la iglesia en tu país? ¿Es un pueblo santo?