“Si algún justo se aparta de su justicia y hace maldad, pondré un tropiezo delante de él y morirá, porque tú no lo amonestaste. Por su pecado morirá, y las obras de justicia que hizo no serán recordadas, pero Yo demandaré su sangre de tu mano. Pero si amonestas al justo para que no peque, y él no peca, de cierto vivirá porque fue amonestado, tú habrás librado tu alma” (Ez. 3:20, 21).
Estas son palabras muy serias. Amonestar cuesta mucho. A veces el que lo hace recibe una contestación muy desagradable. Un hombre habló a los ancianos de su iglesia acerca de algo irregular que estaba ocurriendo en la iglesia: una pareja estaba viviendo en un pecado que la Biblia condena fuertemente. La respuesta del anciano fue: “¡Que el que esté sin pecado tire la primera piedra!”. Con esta actitud ni ayudamos a la pareja a rectificar, ni gobernamos la iglesia. Enseñamos que el pecado está permitido, “porque no hay nadie perfecto”. La Biblia enseña todo lo contrario: “Hermanos, aun cuando una persona sea sorprendida en alguna falta, vosotros, los espirituales, restaurad al tal con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gal.6:1). El propósito de corregir no es enjuiciar, sino restaurar. No corregimos porque somos perfectos, sino porque el Señor nos manda a hacerlo. Sí que somos guardianes de nuestro hermano. El texto hace bien claro que el que corrige también puede caer en pecado. Hemos de corregir con humildad estando dispuestos a ser corregidos nosotros mismos cuando haga falta.
El Señor va a pedir cuentas a todos los ancianos de iglesia y a cada pastor que no ha corregido o advertido a los miembros de su congregación por lo incorrecto que han visto en sus vidas, por las cosas muy gordas e importantes que puede conducirlos a la ruina espiritual. Algunos pastores lo van a tener muy mal en el día final cuando el Señor les pregunta por la gente de sus iglesias que han estado bajo sus ministerios y se han ido al mundo sin ser avisados: “Has visto cómo iba fulano. ¿Por qué no le dijiste nada?” Si ha visto a gente a punto de apartarse y no les ha amonestado, ellos se condenarán, pero su sangre estará sobre la cabeza de su pastor.
La espiritualidad no es una cosa particular y privada. No solo soy responsable por mi vida, sino también por la de los demás y, si soy maduro espiritualmente, tengo que corregir a otros, y también recibir corrección. En el grupo de jóvenes, se ven algunas conductas malas. ¿Qué va a hacer el responsable? ¿Hacer ver que no ha visto nada, o va a reprender al que está portándose mal? En los campamentos de verano hay mucha convivencia. Vemos las vidas de los demás muy de cerca. Cuando vemos a una persona que va a estrellarse, ¿qué hacemos? Si no hacemos nada, la persona seguirá por su mal camino, puede terminar apartándose del Señor. Él se perderá, pero el Señor nos tendrá responsables si no le avisamos. No estamos hablando de corregir cada pequeña cosita, sino de lo que el texto llama “maldad”: “Si algún justo se aparta de su justicia y hace maldad”. La persona en cuestión es, o era, justa. Pretende ser creyente, pero tiene maldad en su vida que puede conducirle a la ruina, que puede apartarle de Dios, algo capaz de destruir su vida. En tal caso, tenemos una clara obligación de tener una conversación con esta persona para abrir sus ojos al peligro en que se encuentra.
Un caso dramático me viene a la mente. Una mujer joven y guapa, “creyente”, casada con dos hijos, estaba a punto de dejar a su marido y volver al mundo. El mundo le llamaba. Quería estar libre para salir con hombres. Tuvimos una larga conversación, las dos llorando. Ella sabía lo que hacía. Conocía la Biblia. Tenía todas las respuestas. No había nada que nadie podía hacer para detenerla en su locura. Abandonó su hogar, sus hijos, y a su marido para vivir una vida de aventuras. En casos así, si no advertimos se pierde. Si advertimos, se puede perder igualmente, pero hemos librado nuestra alma.