“Y tú, oh hijo de hombre, tómate una cuchilla afilada, agarra una navaja barbera y pásatela por la cabeza y la barba. Después agarra una balanza y haz porciones” (Ez. 5:1).
Para finalizar su mensaje, el profeta tendría que ser rapado. Él mismo tenía que raparse la cabeza y quitarse la barba. Esto no se podía hacer sin infligirse unos cuantos cortes, pues habría tenido una barba espesa y no era fácil acceder a todos los lugares difíciles donde no podía ver. Estaba demacrado por no haber comido y ahora, calvo. ¡Tendría la apariencia de un espectro! Pero eso no era nada en comparación con sufrir la vergüenza pública de violar su profesión de sacerdote. Pues, no les era permitido a los sacerdotes afeitarse de este modo (Lev. 21:5). Se estaba profanando. El hecho de raparse estaba asociado con un duelo profundo, como la pérdida de un familiar, o una derrota notable en la batalla. A veces se rapaba a una persona a quien se quería humillar. Todo esto lo habrían comprendido los espectadores con la dramatización de Ezequiel. Su profeta se había hecho vil.
¿Y qué del pueblo? El pelo que se había cortado lo tenía que dividir en tres partes para representar el destino de la población de Jerusalén. ¡Israel iba a ser rapado! De los tres montones de pelo Dios dice: “Un tercio los quemarás a fuego en medio de la ciudad cuando termine el asedio, un tercio lo sacudirás con la espada en torno a la ciudad, y un tercio lo esparcirás al viento, porque desenvainaré la espada tras ellos” (5:2). La tercera parte de la población morirían en el incendio de la ciudad al final del asedio. Habrían sobrevivido el hambre y la pestilencia solo para morir quemados. Otro tercio se escaparía de la ciudad para ser perseguidos y matados a filo de espada. Su audiencia habría pensado que por lo menos una tercera parte de la población sobreviviría. Pero no. El tercio restante sería esparcido entre las naciones. Todo esto Ezequiel tuvo que dramatizar delante de su audiencia con gestos y el uso de la espada que le había servido para cortar el pelo. Abriría la puerta de su casa, donde representaba las escenas, y lanzaría el último manojo de pelo al viento donde sería llevado y desaparecería para siempre.
El colofón sería recoger los pocos pelos que quedaban uno por uno, ¡y arrojarlos al fuego! (5:4). Esta sería la suerte de los habitantes de Jerusalén que no fueron llevados al exilio. La actuación tenía que haber dejado al profeta exhausto, y a la multitud que le observaba, indignante, confundida, desesperanzada. Luego con un gesto Ezequiel indicaba que iba a hablar. Después de más de un año sin poder hablar iba a abrir la boca para dar un mensaje de parte de Dios. A esto llegaremos, pero no sin antes citar la explicación que Dios dio en estos momentos de estupefacción: “¡Esta es Jerusalem! La puse en el centro de los pueblos, rodeada de naciones, pero se rebeló contra mis leyes…Te juzgaré a la vista de las naciones, a causa de todas tus abominaciones, haré contigo lo que nunca hice, ni volveré a hacer cosa semejante” (5:5-9). La paciencia de Dios esperó muchos años, pero al final su ira se desató. “Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo”. Incurrir la ira de Dios es cosa que queremos evitar a todo coste.