“Guarda mi vida del temor del enemigo. Escóndeme del consejo secreto los malignos; de la conspiración de los que hacen iniquidad… De repente lo asaetean, y no temen. Obstinados en su inicuo designio, tratan de esconder los lazos, y dicen: ¿Quién los ha de ver?” (Salmo 64:1-5).
Este es un salmo de David pidiendo protección contra sus enemigos físicos que tendían trampas para él, para que cayese en sus redes. Ellos pensaban en maneras para atraparle y matarle, porque él era un estorbo para ellos y le querían quitar de en medio. Nosotros tenemos enemigos ocultos también. Son los “huestes espirituales de maldad en la regiones celestiales” (Ef. 6:12). Son especialmente activos en contra nuestra si representamos un estorbo para sus planes maléficos. Conspiran contra nosotros. El salmista ora: “Escóndeme del consejo secreto de los malignos”, porque se reúnen en secreto para pensar en planes para nuestra destrucción. Para el creyente que es consciente de estar en una guerra espiritual, esto es muy real; para el mundano, no lo es. No lo entiende, y no lo vive. La idea de enemigos personales pensando en cómo neutralizarle y hacer inefectiva su vida para Dios, le parece surreal. Si él ya está distraído con las cosas del mundo, puede que el enemigo le tenga dónde le quiere y no se moleste mucho con él. Pero el creyente espiritual es muy consciente de la lucha y está pidiendo ayuda a Dios.
Vemos el plan del enemigo en la vida de Jesús. Nada más nacer, lo quiso matar. Pero Dios alertó a José y huyeron. Nada más empezar su ministerio, lo tentó. Si no podía matarle, haría que pecase para que no pudiese ser nuestro Salvador. Esto no funcionó, así que intentó matarle ya de mayor. La última tentación era que dudase del Padre en la cruz. Como no lo hizo, aunque Dios le abandonó, le tentó a bajar de la cruz. Si lo hubiese hecho, no habría sido nuestro Salvador. Jesús no cayó en ninguna tentación. Dios le conservó la vida hasta que cumplió toda su voluntad.
En el “Padre Nuestro” el Señor nos enseñó a orar: “Líbranos del mal” (Mat. 6:13), sabiendo que el mal es una fuerza inteligente de ángeles malintencionados que obran en nuestra contra. Hemos de orar: “No nos metas en tentación”. Pedimos que Dios no permita que caigamos en la tentación, porque sin su permiso, ¡el enemigo ni puede tentarnos! Si caemos, Dios nos puede sacar de allí, pero mejor que no ocurra. La peor tentación es la que no vemos como tal, El enemigo nos engaña y nos parece una buena idea. Esto es lo que les pasó a Adán y Eva. Queremos que Dios nos alerte, como hizo con Caín, pero Caín no hizo caso. Su promesa es: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana”, o sea, no tenemos tentaciones diseñadas para ángeles. Éstos, sí, nos confundirían, sino tentaciones para seres humanos. “Pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir”. Dios dosifica la tentación. Provee un camino de escape: “Dará también juntamente con la tentación la salida”. Ésta es la que tenemos que buscar. “Para que podéis soportar” (1 Cor. 10:13). La tentación que tenemos que soportar puede ser muy larga, pero Dios nos dará la gracia para poder resistir hasta el final.
Padre amado, líbrame de los designios del maligno. Alértame a sus tentaciones. Muéstrame el camino de escape. Haz que los planes del enemigo sirvan para su propio mal. Entonces, al ver tu rescate, “temerán todos los hombres, y anunciarán la obra de Dios, y entenderán sus hechos. Se alegrará el justo en Jehová, y confiará en él; y se gloriarán todos los rectos de corazón” (Salmo 64:9, 10). ¡Toda la obra del Maligno habrá servido para tu gloria! Amén.