“No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (Rom. 3:10, 11).
Hablando con la gente de la calle hallamos a los que dicen que no se sienten pecadores. Han vivido una vida bastante buena, ayudando a los demás. No han cometido ningún crimen. Se comparan con los demás y están por encima de la media. Es como si fuesen ciegos en un reino de ciegos. Todos están en la misma condición y para ellos esto es normal. Pero la sociedad en que vivimos no es nada normal. Está lejísimo de lo normal. No es cuestión de compararnos los unos con los otros, sino con Cristo. Él es la norma. Él marca el listón. Cualquier persona que no llega a la altura que Él marca es deficiente:“Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23). Todos estamos muy lejos de nuestro glorioso Dios. No hemos llegados a ser gloriosos como Él es glorioso, y esto es lo que se llama pecado.
El pecado no consiste en haber robado un banco, o haber matado a alguien, o estar trabajando la calle, o ser pedófilo. Consiste en lo que somos; es nuestra condición delante de Dios. Ser pecador es la condición humana por definición. Recordamos la historia de Job. Él no había cometido ningún pecado, sino embargo, era pecador. Cuando Dios se presentó delante de él, se arrepintió. ¿De qué? De su condición humana. De ser un ser humano caído. De estar años luz de la santidad de Dios. “Job respondió al Señor y dijo: ¡Me aborrezco y me arrepiento!”(Job 42:1, 6). Esto dijo el hombre más justo, del cual Dios había dicho:“¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?” (Job. 1:8). Hay un abismo infinito entre la mejor persona de este mundo y Dios. Si Job reconoció su indignidad de estar delante de la gloriosa santidad de Dios debido a su condición humana, ¡cuánto más nosotros!
Pecamos porque somos pecadores. Si no hubiésemos pecado, todavía seríamos pecadores, porque hemos nacido en esta condición. El salmista dijo: “He aquí, en maldad he sido formado, en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5). ¡Éramos pecadores en la matriz! Una víbora es venenosa incluso si no ha mordido a nadie. El veneno lo lleva dentro. Muerde porque es su naturaleza, porque es una víbora. Nosotros llevamos el veneno del pecado dentro y de esto necesitamos salvación. Necesitamos perdón por los mordiscos que hemos pegado y necesitamos una nueva naturaleza para amar y no hacer daño. La mala noticia para la gente de la calle es que aunque no hubiesen hecho mal a nadie, todavía están condenados, porque nacieron bajo condenación.
El diagnostico de Dios es: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios”. El hombre no es justo, no hace justicia, no entiende nada, y no busca a Dios. La gente piensa que el pecado consiste en hacer cosas malas, pero su misma existencia es pecaminosa, y el peor de los pecados es no buscar a Dios. Creen en Él a su manera, van a la iglesia, pueden ser practicantes, pero no buscan a Dios, porque si lo buscasen de corazón, estarían conscientes de su pecado y estarían buscando una solución, y cuando escuchasen el evangelio, responderían. El evangelio es esto: “Porque Cristo padeció una sola vez, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Ped. 3:18). Llegamos a Dios por medio de Él, concretamente, por medio de su muerte por nosotros, porque somos injustos, y su muerte nos hace justos. Él llevó nuestro pecado en la cruz. Murió por nuestra culpa y resucitó para nuestra justificación. Esto es lo que nos hace aceptables delante de Dios.