“Cordón de tres dobleces no se rompe pronto” (Ec. 4:12).
Ayer estábamos contemplando el matrimonio como cordón de tres dobleces: el nexo entre el marido y la mujer. Está el nexo procedente de la mujer, el nexo procedente del marido y la fuerza unificadora de Dios, que de los dos ha hecho uno solo. Antes eran dos personas, ahora son una sola entidad. Este es el matrimonio cristiano. Están el amor del marido para la mujer, el amor de la esposa para su marido y el amor de Dios que suple combustible para los dos amores. El amor de Dios es amor eterno. Nunca deja de ser (1 Cor. 13:8). Es el amor “ágape” que se da desinteresadamente al otro sin esperar nada a cambio. El amor “eros”, carnal, romántico y apasionado, puede extinguirse, pero nunca el amor “ágape”. Los sentimientos puedan variar, pero el amor “ágape” es constante.
Hoy día, en que el matrimonio cristiano está siendo atacado, sustituido por relaciones de personas del mismo sexo, interrumpido por el divorcio, y alterado por el egoísmo de la pareja que no quiere tener hijos porque son un estorbo, cuento tres testimonios de mujeres que entendieron el compromiso del matrimonio: Lucy, Ana María y Lola. (No son sus nombres verdaderos). Lucy se casó en la iglesia evangélica con un hombre que resultó ser violento y abusador. La vida con él fue imposible, y después de años de paciencia, perdón y tolerancia, una separación fue necesaria para la integridad de la mujer. Ella nunca buscó otro hombre. Se consideraba ligada a él de por vida. Él sí, se volvió a casar, y volvió a divorciarse por los mismos motivos que terminaron la primera relación. En su última enfermedad se quedó completamente solo, ¿y quién vino para cuidarle hasta que se muriera? Lucy. Este tiempo le dio oportunidad de buscar el perdón y restaurar su relación con Dios. En el entierro ella estuvo presente con sus hijos (la otra mujer, no), con toda la dignidad de una mujer cristiana, despidiéndose del hombre que Dios le había dado hasta que la muerte los separase.
El testimonio de Ana María es similar. Su marido era muy activo en la iglesia de soltero y en los primeros años del matrimonio, pero cambió, abandonó su familia, y se fue a vivir con otra mujer y murió joven. La otra sí que estuvo presente en su entierro, pero sentada en la parte de atrás, mientras que Ana María y sus hijos estaban en primera fila, con todos los honores que corresponden a la familia del difunto, y todos los derechos legales que corresponden a los herederos.
Lola se casó con un guaperas, un don Juan y mujeriego, todo en uno, ella en cambio inocente y recién salida de las monjas que le dieron hogar cuando sus padres le maltrataron y le abandonaron en tiempos de la guerra. Su historia es una novela. De las monjas aprendió a temer a Dios, y este temor ha quedado con ella toda la vida, aun después de convertirse a Cristo, y le ha servido de mucho. Cuando su marido le abandonó, comprendió que se había casado con él de por vida y, aunque tuvo oportunidades de rehacer su vida, no lo hizo por sus convicciones. Le seguían pasando cosas terribles, pero ella se ha mantenido fiel al Señor. Cuando su marido estaba enfermo con la enfermedad que le llevó a la muerte, ella fue a verle para testificar del evangelio para que fuese perdonado y salvo. Su respuesta interna solo Dios la sabe. Cuando él falleció, ¡Lola cuidó de la madre de su exmarido, su suegra! La mujer quedó encantada con ella. Fue un testimonio precioso del amor de Dios en el corazón humano y el perdón completo que no guarda ningún rencor. Todo esto está escrito en los registros de Dios y un día se publicará para su gloria.
El matrimonio cristiano ilustra el amor de Cristo quien se ha comprometido con su Iglesia para siempre. Nunca se divorciará de ella. La levantará, la limpiara, y la soportará hasta que llegue a su presencia, perfeccionada, una Iglesia sin mancha ni arruga, para su eterna gloria.