DIOS PREPARA A EZEQUIEL

“Luego me dijo: Hijo de hombre, ve y entra a la casa de Israel, y háblales con mis palabras” (Ez. 3:4).

Si Dios no hubiese preparado a Ezequiel, el chasco que recibió le habría sido demasiado fuerte para soportarlo. Ezequiel tuvo una llamada muy poderosa. Dios se le reveló al profeta y le dijo que tenía que hablar a una nación que no quería escuchar: “Pero la casa de Israel no te querrá oír; porque no quiere escucharme a Mí, pues toda la casa de Israel es de dura cerviz y obstinado corazón” (v. 7). Dios le preparó haciéndole más fuerte que ellos:“He aquí Yo endurezco tu rostro contra los rostros de ellos, y endurezco tu frente contra sus frentes” (v.8). El Señor le mandó a Ezequiel recibir su palabra, a no ser cómo ellos: “Hijo de hombre, recibe en tu corazón todas las palabras que te digo, y escúchalas con tus oídos” (v. 10). Él tenía que hacer lo que Israel no quiso hacer. El profeta tiene que recibir la palabra de Dios en su corazón antes de transmitirla. Tiene que hablar, escuchen o no los israelitas. De la misma manera, Dios nos tiene que hacer fuertes si nos manda a gente muy endurecida, para que su rechazo de la palabra no nos derrumbe. Hemos de hablar, si escuchan o no.

Este fue el mensaje de Dios que concluyó la experiencia abrumadora del profeta con Él. Entones la presencia de Dios se fue tan dramáticamente como había venido (1:4), con el revuelo de las alas de los seres vivientes y el sonido de un estruendo tumultuoso, cuando la gloria de Jehová se levantó. La experiencia le dejó atónito, sin poder moverse durante siete días. Al final de este tiempo el Señor tuvo otro mensaje para el profeta para infundirle aún más temor a Dios, para que hablase aunque no tuviese ganas de hacerlo. Le dijo que si no avisara, ¡le tendría responsable por la persona que perece! Le ha llamado para ser su atalaya. Dios le hizo fuerte para la tarea y le infundió un santo temor a su Nombre para que fuese fiel a su cometido. Estas palabras estarían con él toda la vida para motivarle en su ministerio: “Cuando Yo diga al impío: De cierto morirás; y tú no se lo anticipes ni lo amonestes, para que el impío se perciba de su mal camino a fin de que viva, el impío morirá por su maldad, pero Yo demandaré su sangre de su mano” (3:18).

La que escribe llegó a conocer al Señor por un hombre que tuvo una llamada parecida a la del profeta. Dios le habló por el mismo pasaje. Este temor de no advertir a las personas quedó con él toda la vida. Yo le conocí vente años después y todavía predicaba a todo el mundo, al cajero del banco, al cartero, a la gente de su iglesia, a los niños del barrio, en los comercios, en las casas, a los amigos de los amigos, ¡incluso a los gangsters en el bar! Vivía en Chicago en los años cincuenta. Era alto y fuerte, con un vozarrón, y no tenía temor a nadie, porque tenía mucho temor a Dios. Si tuvo que confrontar o corregir, lo hacía. Pero amaba más que nadie. El amor por la gente salía de su enorme sonrisa y los niños respondían. Me acuerdo del día cuando confrontó a mi abuelo, un hombre erudito que apenas creía que Dios existía. Arturo le dijo: “Yo le he escuchado a usted durante mucho rato, y ahora tengo algo que le quiero decir”, y le predicó el evangelio. Mi abuelo era casi sordo del todo, pero escuchó bien aquella potente voz.

Dios tuvo mucho interés en que su pueblo fuese advertido. Eran tozudos, duros de oído, obstinados y determinados que iban a pecar todo lo que querían y más, pero Dios no quiso dejarles en su error. En su amor y compasión mandó a su profeta para avisarles. Le dijo: “Pero si tú amonestas al impío, y él no se convierte de su impiedad y de su mal camino, él morirá por su maldad, pero tú habrás librado tu alma” (v. 19). Con esta motivación, ¿quién no va a predicar el evangelio? ¡Pues muchos de nosotros!, porque tenemos más temor al hombre que a Dios. Pensamos en el “¿Qué dirán?”. Nos da mucho corte. No queremos ofender a nadie. Si vamos, y responden favorablemente, tenemos mucho gozo. Dios todavía está salvando almas y te quiere usar.