“Y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza” (Mat. 27:29, 30).
Yo veo al Hijo de Dios sufrir,
Veo en la cruz su amor,
Veo exprimirse en su muerte allí
Su sangre y mi perdón.
¿Y qué vemos? Vemos cómo Cristo ha aceptado la copa que el Padre le dio a beber. Acepta los insultos, el escarnio, la burla, la ignorancia de sus torturadores, acepta el dolor, acepta estar cubierto de sangre y escupitajos. No reacciona. No dice nada. Se somete a la voluntad del Padre. Está allí parado, recibiendo todo el menosprecio que le echan encima; soporta ser ridiculizado sin perder ni su dignidad ni su integridad. Está entero, soportando ser tratado como menos de un ser humano. Lo hace consciente de cada cosa que ocurre, muy despierto. Muy vivo. Lo está viviendo intensamente. ¿Qué vemos? Vemos su paciencia, su entereza, su autodominio, su aguante. Vemos la estatura de un hombre muy grande, por encima de todos los que rodean y de todo lo que le ocurre, dejándose llevar a propósito por la maldad de estos hombres y de todos los hombres. Está cumpliendo su destino y se entrega enteramente al sufrimiento, porque el Padre se lo ha pedido. Le vemos fino y elegante en su humillación, y nuestro corazón responde con tremenda admiración por su grandeza.
Un poco más adelante en el relato leemos: “Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo, Elí, Elí, ¿lama sabactani?”. Pasa un intervalo y clama otra vez muy fuerte y después “muere”: “Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu” (Mat. 27:46, 50). Como señala mi marido enseñando sobre este texto, para que clamase a gran voz, todavía quedaba mucha vida en él. Todavía tenía fuerza. Los crucificados mueren de asfixia y no pueden clamar a gran voz, pero Jesús sí. Podría haber vivido muchas horas más. Los soldados que vinieron a romper las piernas de los crucificados se sorprendieron cuando vieron que Jesús ya estaba muerto. Jesús no murió; entregó su vida. Despidió su espíritu. El mismo lo dice con toda claridad: “Yo pongo mi vida, para volverla tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17, 18). El Padre permitió que sus enemigos le crucificasen, pero ellos no le quitaron la vida. Él mismo la entregó. Jesús está explicando que tiene la autoridad de poner su vida, autoridad que pertenece solo a Dios, porque Dios le ha concedido esta autoridad para poner su vida cuando él decidiese.
Aquí vemos a Jesús en control. Cuando Pilato le estaba cuestionando y Jesús no respondía, Pilato le dijo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” (Juan 19:10). Jesús le clarificó quién tenía autoridad: “Respondió Jesús: Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba” (Juan 19:11). Dio a entender a Pilato que el que tenía la autoridad era Dios y no él. Dios es Dios de vida y muerte. Decide cuando alguien muere y cuando no, pero en el caso de Jesús, Jesús decidió, porque el Padre le dio esta autoridad. En el momento de su muerte vemos a Jesús en control, bajo la autoridad que el Padre le había dado, decidiendo el momento cuando iba a morir. Decidió, y murió.
Pedro, hablando de la responsabilidad de los judíos en la muerte de Jesús dice: “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por mano de inicuos, crucificándole; al cual Dios levanto, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hechos 2:23, 24). Dios determinó que su Hijo iba a morir, Jesús determinó el momento, el pueblo judío fue responsable para su muerte, y Pilato fue el instrumento en manos de Satanás para llevar a cabo la voluntad de Dios. El Soberano es Dios.