“Acordaos de los presos, como presos juntamente con ellos, y de los maltratados, como estando también vosotros en el cuerpo” (Heb. 13:3).
Padre amado, venimos delante de ti en esta mañana para darte las gracias por las bendiciones espirituales que tenemos en Cristo, bendiciones que nadie nos puede quitar, no importa cuál sea el sufrimiento físico que nos causen. Estas son las bendiciones que compartimos juntamente con todos nuestros hermanos convertidos a Cristo del mundo islámico. Gracias por estas “bendiciones espirituales en los lugares celestiales en Cristo”. Gracias que nos has escogido en Él antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha delante de ti, que nos predestinaste para ser adoptados hijos tuyos, motivado de puro amor, que nos has amado eternamente, que nos has redimido por la sangre de Cristo, has perdonado nuestros pecados y nos has dado una herencia eterna, imposible de perder, con el sello de garantía del Espíritu Santo para la alabanza de tu gloria.
Gracias Padre que tú has determinado desde hace siempre un plan inalterable y majestuoso para reunir todas las cosas en Cristo al final de los tiempos, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra, plan en el cual nuestro Salvador será el centro y eje del universo y todo girará alrededor de Él haciendo su sabía, justa, y pacífica voluntad. Ya no habrá fragmentaciones o divisiones, conflictos o rivalidades, sino justicia y armonía en nuestro amado Salvador, el glorioso Rey de todo cuanto existe. Y gracias que todo estará en su perfecto lugar, habrá orden, y que tu voluntad se hará en la tierra como en el cielo.
¡Cómo anhelamos aquel día! Mientras tanto, nos acordamos de nuestros hermanos que sufren por amor a Cristo como si estuviésemos encarcelados o en campos de refugiados, pasando desgracias juntamente con ellos. Te pedimos que tengan agua limpia, que tengan ropa limpia, que tengan condiciones de higiene, que puedan lavarse, que tengan comida, que puedan dormir por las noches, que tengan alivio del calor y del frío, que tengan atención médica y que tú, oh Dios, sanes sus dolores.
Padre, nuestros hermanos “experimentan vituperios y azotes, y más de esto prisiones y cárceles; son pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no es digno; errando por los desiertos, por los montes, por la cuevas y por la cavernas de la tierra” (Heb. 11:36-38). Dales tu consuelo, tu paz, y llénales de esperanza. Sobre todo, dales paciencia en el sufrimiento, que puedan amar a sus enemigos, perdonarlos, y predicarles el evangelio en los lugares más inhóspitos del mundo. Son los primeros que desean que Cristo vuelva para recoger a su Iglesia. Sus ojos desfallecen mirando al cielo, su clamor sube a tu Trono: ¿Hasta cuándo? Ven pronto, Señor Jesús, por amor a tu Iglesia sufriente. Concédeles, Señor amado, el deseo de sus corazones, y el nuestro. Ven pronto y termina con su dolor. Te reclamamos, amado Señor. Esta es la Iglesia que te espera “más que los centinelas a la mañana, más que los vigilantes a la aurora” (Salmo 130:6), la que sufre. Amén.