“¡Oh, si rasgaras los cielos y descendieras, para que las montañas fueran derretidas ante tu presencia, como fuego abrasador de fundiciones, como fuego que hace hervir las aguas!” (Is. 64:1, 2).
El profeta sigue con su ardiente intercesión. Su siguiente argumento es que, si Dios desciende, se daría a conocer a sus enemigos y a las naciones del mundo: “Tu Nombre será notorio a tus enemigos, y ante Ti temblarían las naciones” (v. 2). Ya lo hizo en el pasado y obró grandes portentos en Egipto cuando envió las plagas y descendió al Sinaí, cuando dio la ley y el monte tembló con su presencia (v. 3).
Dios es un Dios que obra maravillas para los que esperan en Él: “Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en Él” (v. 4). ¡Qué promesa más maravillosa para todos cuantos confían en el Señor y esperan que Él obre! Aunque tengamos que esperar en Dios toda la vida para que se cubra una necesidad nuestra, tenemos su promesa que no seremos defraudados. “Sales al encuentro del que con gozo practica la justicia; del que tiene presentes tus caminos” (v. 5).
Pero este no es el caso de Israel. Ni esperan en el Señor, ni practican la justicia, ni tienen presentes sus caminos. Van por los suyos propios. El profeta lamenta la triste realidad: “En los pecados hemos estado largo tiempo, ¿y podemos ser salvos?” (v. 5). Es para llorar. ¿Hay esperanza para nosotros como pueblo? El profeta está presionando a Dios para que obre, pero, a la vez, reconoce la dolorosa realidad de su pueblo. Hace tanto tiempo que están apartados de Dios. ¿Es demasiado tarde ya? “Todos nosotros somos como cosa impura, y nuestra justicia como trapo de menstruo, todos nosotros nos marchitamos como hojas, y la mano de nuestras iniquidades nos arrastra como el viento. No hay quien invoque tu Nombre, ni se afane para asirse de Ti” (v. 6, 7).
El que agrada a Dios es el que espera en Él, practica justicia gozosamente, conoce los caminos de Dios, anda en ellos y ora, asiéndose de Él. Israel, en cambio, ha estado viviendo en pecado largo tiempo, no hace justicia, no clama a Dios, ni se molesta en buscarle. Y ¿qué pasó? Dios escondió su rostro de ellos; los entregó a sus enemigos. No obstante, el profeta insiste: “Sin embargo, oh Jehová, Tú eres nuestro Padre; nosotros la arcilla y tú nuestro Alfarero, todos nosotros, obra de tu manos” (v. 8). Vuelve a su argumento de antes: Tú eres nuestro Padre y somos tu pueblo. Somos la obra de tus manos. No nos abandones.
Termina su oración con una apasionada súplica: “¡No te excedas, en la ira, oh Jehová, ni te acuerdes para siempre de la iniquidad! ¡Te lo rogamos, pues todos nosotros somos pueblo tuyo!” (v. 9). Luego recuerda a Dios la condición en que está el país: “Tus santas ciudades son un desierto, Sión es un desierto, Jerusalén una desolación. Nuestra santa y gloriosa Casa (el templo) ha sido pasto del fuego; nuestras cosas más amadas se han convertido en ruinas. ¡Jehová!, ¿quedarás insensible ante todo esto?; ¿Te callarás acaso, y afligirás sin medida?” (vs. 10-12). ¡Esta impresionante oración ha conseguido captar la atención de Dios! Los dos capítulos restantes del libro son Su respuesta.