CONSOLADOS EN JERUSALÉN

“¡Alegraos con Jerusalem, gozaos con ella todos los que la amáis! ¡Rebosad de júbilo con ella, los que por ella llevasteis luto! Como a uno que consuela su madre, así Yo os consolaré; en Jerusalem seréis consolados” (Is. 66:10, 13).

La Biblia está llena de símbolos, porque un símbolo vale más que mil palabras. Un solo símbolo pinta un cuadro, emociona como una poesía, trae resonancias, o hace sonar música en nuestro interior; puede tocar fibras profundas y transportarnos a mundos lejanos. Dios es Compositor, Poeta, Escritor, Artista, Dramaturgo. Su Libro es un concierto con sus distintos movimientos. Abre nuestros sentidos: nos emociona, lloramos, tememos, nos abrumamos, entra luz, lo vemos, nos consolamos y somos transportados al gozo del Señor en la esfera de Dios en la eternidad.

Así es con la palabra “Jerusalén”. Trae a nuestra mente toda una película de largometraje. Evoca escenas de David conquistando la fortaleza de Sion y convirtiéndolo en la capital de su reino, y de su máximo esplendor durante el reinado de Salomón, pero aquella gloria duró poco. Pronto empezó el sufrimiento por ella. El país se dividió en el reinado de su hijo, Roboam; Samaria se convirtió en la capital de Israel y Jerusalén solo en la de Judá. Poco después sigue la escena desgarradora de la caída de Jerusalén, anivelada por las tropas de Nabucodonosor. Oímos a Jeremías llorando sobre el destrozo: “¡Quién me diera que mi cabeza fuera agua, y mis ojos manantiales de lágrimas, para llorar día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo!” (Jer. 9:1), preguntando, cuando yace en ruinas: “¿Quién se te iguala, quién se te asemeja, oh ciudad de Jerusalem? ¿A quién le compararé para consolarte, o virgen hija de Sión? Tu quebrantamiento es inmenso como el mar, ¿quién te podrá sanar? Todos los que van por el camino baten palmas contra ti, silban burlones, menean la cabeza contra la hija de Jerusalem: ¿Es esta la ciudad perfecta en hermosura, la alegría de toda la tierra? (Lam. 2:13, 15). “Ha cesado la alegría de nuestro corazón, nuestra danza se ha convertido en duelo, y la corona ha caído de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros por haber pecado! Por eso nuestro corazón está enfermo, por eso se nublan nuestros ojos, porque el monte de Sión está desolado, y las zorras se pasean por él” (Lam. 5:15-18). Vemos salir los cautivos para Babilonia, encadenados. El salmista está conmocionado: “Mis lágrimas fueron mi pan de día y de noche, mientras todo de día me decían: ¿Dónde está tu Dios?” (Salmo 42:3). Lloran los exiliados: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sión” (Salmo 137:1). Llora Esdras sobre los pecados del remanente que vuelve: “Mientras Esdras oraban y hacía confesión. Llorando y postrándose delante de la Casa de Dios…” (Esdras 10:1). Nehemías lloraba cuando supo que las murallas de Jerusalén yacían en ruinas: “Cuando oí estas palabras me senté, lloré, e hice duelo por algunos días” (Neh. 1:4). Jesús lloraba sobre Jerusalén diciendo: “Jerusalén, Jerusalén… cuantas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo sus alas, y no quisiste” (Mat. 23:37). Pablo llora por Jerusalén y su pueblo: “Tengo gran tristeza y constante dolor en mi corazón… por los que son mis parientes según la carne; quienes son israelitas” (Rom. 9:2, 3) y lloraba y sufría por la deficiencias del verdadero Israel, la Iglesia (Rom. 9:7, 8). ¿Cuando se acabará tan largo trayectoria de llanto? Cuando Dios enjuague toda lágrima de nuestros ojos (Is. 65:19 y Ap. 21:4, 5) en la Nueva Jerusalén.

Seremos consolados cuando veamos cielos nuevos y tierra nueva (Is. 65:17 y Ap. 21:1, 2), cuando veamos “descender del cielo, de Dios, la ciudad santa: Una nueva Jerusalem, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo” (Ap. 21: 2), “gloriosa, sin que tenga mancha ni arruga, ni cosa semejante, sino que sea santa y sin mancha” (Ef. 5: 27). Estaremos consolados cuando estemos transportadas a esta magnífica ciudad de Dios y la veamos totalmente perfeccionada. Entonces se acabará nuestro sufrimiento por ella: “¡Alegraos con Jerusalem, gozaos con ella todos los que la amáis! ¡Rebosad de júbilo con ella, los que por ella llevasteis luto! Como a uno que consuela su madre, así Yo os consolaré; en Jerusalem seréis consolados” (Is. 66:13).