CONCLUSIÓN

“Grande es Jehová, y digno de ser en gran manera alabado en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo. Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra, es el monte de Sion, la ciudad del gran Rey” (Salmo 48:1, 2). “Tus ojos verán al Rey en su hermosura; verán la tierra que está lejos” (Is. 33:17).

La visión del libro de Isaías es tan emocionante, tan hermosa, tan grande que llena toda la Biblia y cautiva nuestro corazón. Abarca el nacimiento de Jesús, su ministerio, su rechazo, su sufrimiento, muerte, resurrección y retorno para reinar como la esperanza de Israel, el Mesías prometido, el Hijo de Dios encarnado, nuestro glorioso Dios y Rey. El libro contempla su primera y su segunda venida, la evangelización del mundo y la incorporación de los creyentes gentiles en la familia de Dios, su pueblo, el nuevo Israel. Por medio de Cristo todos llegamos a ser descendientes de Abraham, hijos de la promesa, y herederos de las promesas hechas a los padres. El libro termina con cielos nuevos y tierra nueva, consolación, paz y felicidad en la Nueva Jerusalén y la perdición de los enemigos de Dios.

Para Isaías, la visión tenía que haber sido anonadante. Para nosotros es enorme, pero entendemos un poco más, porque vivimos después de la primera venida de Cristo y el Espíritu Santo nos ha dado entendimiento para esperar el cumplimiento del resto de las profecías en la segunda.

Después de estudiar los últimos capítulos de esta profecía, amamos más al profeta, vemos algo de la estatura de la grandeza de este hombre, y nos sentimos uno con él al compartir la misma esperanza. Hay tantas referencias en el Nuevo Testamento a la fe y los sufrimientos de los profetas. ¡Los creíamos reliquias del pasado!, lejanos de nosotros, pero cuando nos adentramos en sus escritos, va creciendo nuestro aprecio y valoración de estos hermanos nuestros. Se revisten de carne y huesos, hombres de una fe extraordinaria, y una encomienda muy difícil, con mucho que enseñarnos.

¡Cuánto habría meditado en los escritos de Isaías nuestro Señor Jesucristo!, orando sobre su interpretación, viendo en sus palabras el patrón divino para su vida, y la revelación del camino que Él tuvo que trazar, y promesas del Padre para Él. ¡Cuánta identificación y cuánta comunión habría tenido con Isaías y Jeremías en el Espíritu!

Para muchos de nosotros, Jerusalén era simplemente una ciudad en Israel que sale en las noticias, un lugar mencionado en la Biblia. Pero cuando el Espíritu Santo hace llegar esta Palabra a nuestro corazón, nace en nosotros un sentir patriótico de que esta es mí Cuidad, yo voy a ir allí. Voy a caminar por sus calles. Y amamos sus piedras y el polvo de estas calles, no por motivos sentimentales, sino prácticos, porque allí estaré yo. Es la cuidad del gran Rey. Y allí es donde le veré en toda su hermosura, fuerza, dignidad, gloria y majestad. Dios va a resucitar este cuerpo mío del polvo y voy a encontrarme con los santos de todos los tiempos precisamente en esta ciudad. Allí habrá justicia perfecto bajo el gobierno del Justo, no habrá más pecado ni muerte, sino manantiales abundantes de vida que fluyen del trono de Dios y del Cordero. Y allí serviré al que ama mi alma, y ya la imaginación se desborda, porque no hay palabras. En silencio alzamos la mirada al Cielo y decimos con el pueblo redimido de todo el mundo, con los incontables hijos de Abraham, los futuros habitantes de la Ciudad del gran Rey: “Ven, Señor Jesús”.