“Sí, las angustias de antaño habrán sido olvidadas; ocultas quedarán a mis ojos, porque he aquí, Yo creo nuevos cielos y nueva tierra, y de lo primero no habrá memoria, ni vendrán más al pensamiento” (Is. 65:16-17).
Dios continúa hablando en respuesta a la oración urgente y encarecida de su amado profeta. Ha contestado que todo Israel no es su pueblo, sino sus siervos, sus escogidos. El profeta ha dicho que Jerusalén ha sido destruido y pregunta a Dios: ¿Qué va a hacer?: “Tus santas ciudades son un desierto; Sión es un desierto; Jerusalén una desolación. Nuestra santa y gloriosa Casa, donde te alabaron nuestros padres, ha sido pasto del fuego” (64:10, 11). La respuesta de Dios es el nuevo Jerusalén que Él va a crear: “Mas os gozaréis y os alegraréis para siempre en las cosas que Yo habré creado. ¡He aquí, transformo a Jerusalem en alegría, y a su pueblo en gozo! Me alegraré con Jerusalem y me regocijaré con mi pueblo” (65:18, 19). Vamos por partes.
Ahora, cuando Isaías escribe, Jerusalén está en una situación lamentable. Ha sido destruida y sus gentes están esparcidas. Pretenden ser su pueblo, pero la mayoría no le conocen. El profeta lleva luto por ella (66:10). Dios le promete que será consolado, que no se acordará del sufrimiento del pasado cuando vea la hermosa Jerusalén que Él va a crear: “De lo primero no habrá memoria, ni vendrán más al pensamiento”. ¡Ni Dios se va a acordar de ello! Sí, las angustias de antaño habrán sido olvidadas; ocultas quedarán a mis ojos”. Desaparecerán en el gran olvido de Dios.
¿Has sufrido por el estado de la iglesia? ¿Has llorado tanto que es como estuvieras de luto por ella? ¿Lloras por su frialdad, su apatía, su frivolidad, su orgullo; lloras porque “los creyentes” piensan que ya lo saben todo, que esta enseñanza es cosa vieja y aburrida, que los cultos son interminables y los himnos arcaicos? Utilizan la religión para emocionarse y a Dios para conseguir cosas. No tiemblan ante su palabra, ni son humildes y contritos de espíritu, sino hartos de tanto culto. Estás en buena compañía. Los profetas lloraban: “¡Quién me diera que me cabeza fuera agua, y mis ojos manantiales de lágrimas, para llorar día y noche por los muertos de la hija de pueblo! ¿Quién me diera en el desierto un albergue de caminantes, para abandonar a mi pueblo, para alejarme de ellos!” (Jer. 9:1). ¿Entiendes a Jeremías? Lloraba por su pueblo y a la vez se quería escapar de ellos. El sufrimiento le abrumaba. Tampoco Nehemías era un extraño a las lágrimas: “Me dijeron: Los del remanente que quedan de la cautividad allí en la provincia están e gran desventura y humillación, y el muro de Jerusalem está lleno de brechas, y sus puertas han sido devastadas por el fuego. Cuando oí estas palabras me senté, lloré, e hice duelo por algunos días, y ayuné y oré ante el Dios de los cielos” (Neh. 1:3, 4).
Jesús lloraba sobre Jerusalén. Todos los que amamos al pueblo de Dios hemos llorado por él. Y Dios nos promete con estas hermosas palabras que seremos consoladas en la misma Jerusalén que ahora nos hace llorar: “Alegraos con Jerusalén, y gozaos con ella, todos los que la amáis; llenaos con ella de gozo, todo los que os enlutáis por ella; para que manéis y os saciéis de los pechos de sus consolaciones; para que bebáis y os deleitéis con el resplandor de su gloria… Como aquel a quien consuela a su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén tomaréis consuelo” (66.1-13). Este es el completo consuelo que nos espera en la santa ciudad de Dios.