“Perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor. 4:9-10).
Si estuvieses sentado en un calabozo por causa del evangelio, ¿qué tendrías? No tendrías reuniones de mujeres a las que asistir, llamadas telefónicas pendientes, estudios bíblicos para preparar, reuniones de oración, cultos, hermanos creyentes con los cuales poder tener comunión; no tendrías ninguna de las actividades cristianas que nos apoyan y nos mantienen tan ocupadas.
Si hubieras tenido la idea simple de que, porque Dios te estaba cuidando, nada malo te pasaría, te vendría de sorpresa encontrarte con hambre, frío, sola, enferma y maltratada, hasta no empezar a recordar que el apóstol Pablo pasó por allí. Si la celda estuviera oscura, húmeda, inhóspita, con insuficiente luz para leer, si no hubiese higiene, sino suciedad y olores repugnantes, si personas inhumanas te atendiesen, si hubieses perdido familia y amigos en la persecución, si te estuvieran acusando falsamente, si preguntaran por nombres de otros creyentes, si te sacasen para interrogar y torturar cada día, si todo esto te pasara a ti, ¿qué tendrías?
Tendrías la relación con Jesús que has estado cultivando a lo largo de tu experiencia con Él. Serías tú y Él, si Él es real para ti. Le tendrías hablando contigo, si hubieses aprendido a reconocer su voz. Tendrías la sensación de participar en su sufrimiento por la iglesia, y el amor por la iglesia que ya tienes. Tendrías lo que siempre has tenido que no te puede ser quitado: a Jesús a tu lado y la comunión con sus padecimientos, al Espíritu Santo poniendo gozo profundo en tu corazón, la sensación del alto privilegio de ser escogida para participar en una pequeña manera en cumplir lo que falta de los padecimientos de Cristo por su iglesia. Tendrías la sensación de pertenecer a su cuerpo internacional y el conocimiento de que los cristianos por todo el mundo están orando por ti, contigo, animándote, en deuda contigo, apoyándote. Estarías orando por otros creyentes en circunstancias similares y te sentirías muy cerca de ellos. Tendrías el conocimiento y la confianza de que la voluntad de Dios se estaba cumpliendo en ti y por medio de ti, y que estabas desempeñando tu papel: el de la construcción de su templo y el de completar el cupo de mártires para que Cristo volviese.
El Cielo te sería muy real y querido. Mirarías atrás sobre tu vida, agradecida por todo lo que hubieras podido hacer para el Señor. Tu corazón estaría lleno con gratitud por todo el camino por el cual el Señor te había conducido. La vida te parecería corta y la eternidad larga. Estarías deseando que tu sufrimiento terminase para entrar en tu recompensa eterna. Sabrías que el sufrimiento presente no es comparable con la gloria venidera, y estarías pidiendo gracia para ser fiel hasta la muerte para recibir la corona de la vida. Tu corazón estaría rebosando con amor para el Señor Jesús. Te sentirías más cerca de Él que nunca, sufriendo con Él, amándole, moviendo, respirando y estando en Él, íntimamente conectado con Él, llevando en tu cuerpo el padecimiento de Cristo, sufriendo sus sufrimientos y Él sufriendo los tuyos. Para ti, el vivir sería Cristo y el morir ganancia.