LAS ORACIONES DE JESÚS DESDE LA CRUZ

“Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza” (Marcos 15:29. “Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza” (Salmo 22:7).

Si queremos saber lo que pasaba por la mente del Señor Jesús en la Cruz y las oraciones que alzó al Cielo, tenemos que ir al Salmo 22. Este salmo Mesiánico empieza con su angustiado clamor desde la Cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (v. 1), pero lo que sigue es igualmente impresionante. “¿Por qué estás tan lejos de mi salvación; y de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día, y no respondes, y de noche, y no hay para mí reposo” (v. 1-2). El Cielo se le había cerrado, y lo sabía. En su agonía, quería la cercanía de Dios, y no lo podía conseguir. Pero, a pesar de ello, no acusa a Dios: “Pero tú eres santo” (v. 3). Él, en cambio, estaba contaminado con nuestro pecado.
Este salmo alterna entre el estado de Jesús y la condición de su Padre. Él colgaba en una Cruz, condenado a morir, menospreciado por todos, habitaba entre injurias, mientras el Padre habitaba “entre las alabanzas de Israel” (v. 3). El “yo” implícito de los versículos 1 y 2 está contrastado con el “Pero tú” del versículo 3. Vuelve al “mas yo” en el versículo 6: “Mas yo soy gusano, y no hombre. Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen, estiran la boca, menean la cabeza, diciendo: Se encomendó a Jehová: líbrele él. Sálvele, puesto que en él se complacía” (v. 6-8). Esto se cumplió literalmente (Mat. 27:43). La gente le echaba en cara estas mismas palabras. Luego vuelve a “pero tú”: “Pero tú eres el que me sacó del vientre, el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre” (v. 9). Qué dialogo más entrañable; así decía a su Padre en su agonía. ¿No te acuerdas de cómo tú me diste la vida?

Luego vuelve a hablar de sí mismo: “He sido derramado como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte… Contar puedo todos mis huesos; entre tanto, ellos me miran y me observan. Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes” (v. 14-15 y 17-18). Y luego vuelve a hablar del Padre: “Mas tú” (v. 19). Esta alternancia es conmovedora. Estaba reclamando a su Padre, apelando a su relación con Él. “Mas tú, Jehová, no te alejes, fortaleza mía, apresúrate a socorrerme. Libra de la espada mi alma. Sálvame de la boca del león” (v. 19-21).

Ante la falta de respuesta por parte del Padre, la fe de Jesús no flaqueó: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la congregación te alabaré” (v. 22). ¿Cómo podría hacer esto si estaría muerto? Porque sabía que iba a resucitar. Lo creía. Toda su fe estaba puesta en ello. Confiaba en que el Padre le oyera y le resucitara: “Porque no menospreció ni abominó al aflicción del afligido; ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó” (v. 24). Y así fue. Y así nos lo confirma el escritor de los Hebreos: “Fue oído a causa de su temor reverente” (Heb. 5:7). Con esta confianza Jesús pasó a la muerte.