LA FINALIDAD DE LEVÍTICO

“Amarás tu prójimo como a ti mismo” (Lev.19:18 y Mat. 19.19). “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor…amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mat. 22: 34-40). “El cumplimiento de la ley es el amor” (Rom. 13:10).

Con esta meditación ya nos despedimos del libro de Levítico. Lo hacemos con un poco de pena, porque hemos llegado a amarlo. Nos consta que hay muchos creyentes que desprecian esta parte de la palabra de Dios, incluso se burlan de ella, como desfasada, imposible de entender e irrelevante, a los cuales decimos que de todos los libros de la Biblia, esta es la que contiene más palabras directas de la boca de Dios. Él habla más en este libro que en ninguno. ¿Y cuáles son los temas que ocupan la mente y el corazón de nuestro Dios? El sacrificio por nuestro pecado y la santidad de vida, ¡anticipos de la obra de Cristo y el ministerio del Espíritu Santo! Dios es Trino: el Padre promociona la obra del Hijo y del Espíritu; el Hijo busca la gloria del Padre; y el Espíritu glorifica al Hijo. Así es. Sin el sacrificio de Cristo por el pecado es imposible vivir una vida santa. Estamos manchados por el pecado y de ninguna manera podemos agradar a Dios. Y sin la capacitación del Espíritu Santo, una vez limpiados, tampoco podemos vivir santamente. Somos débiles. El libro de Levítico nos prepara para la buena nueva del Evangelio.

El apóstol Pablo, empapado de la ley de Dios, vino bajo convicción de pecado y salvación en Cristo, porque el Espíritu Santo descubrió la codicia de su corazón y él comprendió que no había cumplido la ley y que necesitaba un Salvador. Este es el ministerio de la ley: “La ley ha sido nuestro “tutor” para llevarnos a Cristo” (Gal. 3:24). Al estudiarla vemos lo lejos que estamos de vivir como Dios quiere y exclamamos con el apóstol Pablo: “Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, éste hago. Y si lo que no quiero, eso hago, ya no obro yo mismo, sino el pecado que mora en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la Ley de Dios, pero veo otra ley en mis miembros, que combate contra la ley de mi mente, y me encadena con la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom. 7: 19-24). Esta es la reacción coherente de la persona que ha comprendido la ley.

La respuesta a esta pregunta angustiante es: “¡Cristo!”. Él me librará del pecado que está tan agarrada dentro de mí. Esto es lo que hizo en la Cruz. Pagó el precio de mi rescate como el Pariente Redentor (Lev. 25:25), el familiar más próximo que me pudo redimir. Él es el Cordero Pascual (Lev. 23:5) que fue sacrificado para mi liberación: “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa del Mesías, como de un cordero sin mancha y sin defecto” (1 Pedro 1:18, 19). Y luego me dio su Espíritu, para que una vez rescatada pudiese vivir con otro poder que no procede de mis buenas intenciones, es decir, el poder de Dios, que me capacita para vivir en santidad, muy por encima de las exigencias de la ley, con la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom. 8:3, 4). Alabado sea Dios.