“José de Arimatea, miembro noble del concilio, que también esperaba el reino de Dios, vino y entró osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús” (Marcos 15:43).
En medio de mucha traición y mucho abandono, es consolador saber que Jesús tuvo algunos amigos fieles. Uno de ellos era José, el que procedía de Arimatea, un pueblo judío. Era miembro de concilio, es decir, del Sanedrín, el cuerpo gubernamental de los judíos que trataba tanto asuntos legales como asuntos religiosos. No sólo era miembro, sino que era “miembro respetado”. No había consentido a la muerte de Jesús cuando el concilio dictaminó su sentencia (Lu. 23:51). Era un hombre devoto, bueno y justo (Lu. 23:50), un verdadero discípulo de Jesús (Mat. 27:57). Había sido valiente al declararse a favor de Jesús en el Concilio y ahora lo hizo delante de Pilato. Se fue a Pilato pidiendo el cuerpo de un supuesto enemigo de Roma. Fue leal a Jesús mientras vivía y continuó siéndolo después de su muerte. No le importaba asociar su nombre con el de una persona perseguida y condenada por el gobierno.
Era un hombre prestigioso y rico. Tenía una tumba preparado para su propia muerte, pero la cedió a Jesús, ¡dejando que Jesús ocupase su lugar! Se fue a comprar una sábana nueva para envolver el cuerpo de Jesús y luego le bajó de la Cruz, juntamente con su amigo Nicodemo, otro de su mismo talante, y juntos le dieron una sepultura digna, conforme a la profecía de Isaías: “Mas con los ricos fue en su muerte” (Is. 53:9).
“Mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos nobles” (1 Cor. 1:27). ¡No muchos, pero algunos, sí! Y este hombre era muy noble, en ambos sentidos de la palabra. Era un precioso amigo de Jesús, un defensor de su causa, un hermano nuestro de mucha honra. Y celebramos que Jesús tuviera amigos así, porque se lo merecía. Sus sufrimientos ya se habían terminado y Dios estaba derramando su tierno amor sobre su amado Hijo por medio de José de Arimatea.