¿IRÁ TODO COMO YO PIDO?

“Te dé conforme al deseo de tu corazón, y cumpla todo tu consejo… Conceda Jehová todas tus peticiones” (Salmo 20:4, 5).

            Esta es una conversación imaginaria. Dos amigas están hablando y la primera dice: “Estoy pasando un mal momento en mi vida espiritual. Hace poco me operé y le pedí al Señor que me fuera todo bien, y no me ha contestado. Ha habido una complicación tras otra, y al final me tendré que operar otra vez. Tengo mucho dolor y lo estoy pasando muy mal. No entiendo nada. Hemos pedido mucho por esta operación. No sé lo que ha pasado”. 

            La otra le mira, incrédula, levanta las cejas y se encoge de hombros. “Pues yo le pedí al Señor un marido e hijos. Me hacía mucha ilusión ser madre. Pero aunque me casara mañana, se me ha pasado la edad. Creía que había encontrado al hombre de mis sueños, estuve orando por él durante años, pero no ha pasado nada. Seguimos tan amigos  como siempre. Quería ser misionera, y ya no puedo por problemas de salud. Ni puedo conseguir un trabajo. Se murió me padre y mi madre se ha vuelto a casar y nos hemos distanciado. Me siento muy sola. Todas mis amigas se han casado y tienen hijos. Tú tienes dos. No sé de qué te quejas”.

Luego una tercera persona se juntó a la conversación. Estaba sentado allí todo el rato, pero no se habían dado cuenta de su presencia. Dijo: “Pues, yo también tuve una experiencia muy difícil y de mucho dolor. Le pedí a Dios que me ayudara. Se lo supliqué con lágrimas y se me cayeron sudores como gotas de sangre. Siempre me había concedido todo lo que le pidiese hasta aquel momento, pero cuando más le necesitaba, me abandonó. Nadie estuvo a mi lado. Mis enemigos me insultaron, me calumniaron, se burlaban de mi fe en Dios. Quedé como embustero delante de todo el mundo. Mientras tanto, el dolor físico fue insoportable. Fue un momento de total oscuridad. Me sentí repugnante, repulsivo, inhumano. La soledad era palpable. Había contado con la presencia de Dios, pero no hubo nada. Solo una oscuridad abismal y mucho dolor. Pero mantuve mi confianza en Dios. No entendí por qué me había desamparado, por qué se había alejado de mí, pero no renuncié mi fe en Él. De eso ya ha pasado mucho tiempo. Después comprendí. Tuvo que ser así. Fue necesario. Lo pasé muy mal, pero valió la pena, y si lo tuviese que hacer otra vez, lo haría, pero no hace falta. Ya está hecho.

Las dos mujeres agachaban la cabeza. Cubrían sus caras con sus manos y clamaban a Dios mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Cada una se encontraba delante del Dios eterno en su fuero interior, en silencio, a solas con Él, como si no hubiese nadie más en el universo. No hubo nada que decir. Solo mirar y entender.

“Cuando pensé para saber esto, fue duro trabajo para mí, hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí” (Salmo 73:16, 17).

“Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente” (Heb. 5:7).