“Clama a mí, y yo te responderé” (Jer. 33:3).
Una señora cuenta su experiencia: Hasta ahora había tenido una relación muy cercana con Dios. Cuando oraba y pedía algo, el Señor se lo concedía. Ella se sentía amada y atendida por el Señor. Pero se produjo un cambio brusco en esta relación cuando se le puso por delante una experiencia que le daba mucho miedo y pidió al Señor que no sufriese, y pasó todo lo contrario. Se realizaron sus peores temores. La experiencia fue dura y dolorosa. Lo pasó muy mal, tan mal que quedó traumatizada. Se sentía abandonada por el Señor, defraudada y sola. Está airada con Dios y resentida. Se ha levantado una barrera entre ella y el Señor. No tiene ganas de orar. ¿Para qué orar si Dios no escucha? A la vez se siente culpable. Entre la culpa y la ira, tiene la sensación que Dios está muy lejos, como en otro planeta. Sabe que Dios le ama, pero no siente para nada este amor. Ella percibía la cercanía de Dios y su amor por medio de las oraciones contestadas de acuerdo con lo que ella pedía. Otros pueden sentir que Dios les ama si todo les va bien. Pero si una cosa va mal, después otra, después otra, si uno pierde el trabajo, la salud, y si hay problemas familiares, y si las amistades fallan, y hay problemas en la iglesia, y no se ve ninguna luz al final del túnel, podría dudar de Dios. ¿Por qué no me ayuda? Otros que no son creyentes lo tienen mucho mejor que yo. ¿Qué pasa con las promesas de Dios? Puede ser que merezco todo lo malo. Será por mí culpa. Otros echan la culpa a Dios y tienen dudas cada vez más grandes hasta el punto de dudar de su existencia.
Vamos a decir algunas cosas esperando que puedan arrojar un poco de luz sobre la situación. Si pones dinero en una máquina que vende bebidas y aprietas el botón y no sale la botella de agua que pediste, te molestas. Esto es normal. La máquina no funciona. Pero Dios no es ninguna máquina. Tiene su propia voluntad. Nosotros no determinamos lo que sale, sino Él. Con Él, todo tiene su lógica, pero su mente es infinitamente superior a la nuestra y a veces no logramos entender sus razonamientos. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is. 55:8). Nosotros no determinamos lo que pasa en este mundo por medio de la oración. La oración no es una manera de controlar a Dios. Y Dios no está obligado a hacer lo que le pedimos. Sus planes fueron hechos antes de la creación del mundo. Sus designios son eternos. Oramos, no para controlar las cosas, sino para conocer a Dios. Luchando, dialogando, opinando, preguntando, tratando de entender, recibiendo luz e iluminación de parte del Espíritu Santo, vamos entendiendo a Dios. La oración es vital, pero no para conseguir cosas, sino para conocer a Dios.
En una situación como la de aquella señora, hace falta una rendición total de nuestra voluntad. Es decir al Señor: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mat. 6:10). Yo voy a pedir lo que yo quiero con la confianza que Tú contestarás conforme a tu perfecta voluntad, informada por tu infinita sabiduría y tu infinito amor. No quiero mí voluntad, sino la tuya, porque sé que es lo mejor. Y por encima de lo que recibo o dejo de recibir, lo que más quiero es conocerte a ti. Amén.