“Porque a los que antes conoció, también los predestinó… y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justifico; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Romanos 8: 29, 30).
El apóstol Pablo tenía el arte de decir muchísimo en pocas palabras. El desglose de todo lo que ha dicho aquí podría ocupar todo un libro. Lo que vemos es el propósito global de Dios antes de que el mundo existiese, luego llevado a cabo en el tiempo. El tiempo es sólo un momento en el pensamiento de Dios. Antes de que existiéramos, Dios ya nos conocía y nos amaba, y nos escogió. Nuestra elección invisible es tan segura como la creación visible que también llegó a existir por mandato de Dios, para que nosotros tuviésemos un lugar dónde vivir antes de pasar a nuestro hogar definitivo.
Dios nos conoció, nos amó, nos escogió y después creó un mundo para que lo habitásemos. Luego, en el tiempo, nos llamó. Llegó su palabra a nuestros oídos y respondimos, libremente, sin ninguna coacción de parte de Dios, como acto de nuestra voluntad, ésta coincidiendo con la suya. Nos llamó y nos justificó por la sangre del Cordero que fue crucificado antes de la fundación del mundo.
Todo estaba en orden antes de existir nada. Entonces, ¿por qué el mundo? ¿Por qué no nos creó Dios ya redimidos para ir directamente al cielo? Porque quería desarrollar nuestra fe por medio de las experiencias vividas aquí en la tierra. Quería que le conociésemos en estas condiciones precarias, en medio del dolor y del sufrimiento, porque este mundo es el terreno perfecto para cultivar la fe. No necesitaremos fe cuando estemos en el Cielo. Allí lo tendremos todo a la vista. No cuesta nada creer en el poder de Dios cuando estás delante de su Trono omnipotente. Donde cuesta es aquí abajo cuando estamos en el pozo o en la cárcel por nuestra fe, o cuando estamos viviendo experiencias como las de Job. Entonces, si decimos: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí” (Job 19:25, 26), sí tiene mérito. No es lo mismo ir al Cielo sin haber pisado la tierra, que llegar allí y ver todas nuestras esperanzas realizadas y contemplar con nuestros ojos a aquel que veíamos por la fe, y sentir en la nuestra la mano de aquel que nos sacó del pozo de la desesperación. Cuánto más hemos sufrido aquí, más valoramos la gloria allí. ¡Casi nos dan envidia los mártires!
“Y a los que justificó, a éstos también glorificó”. ¿Has visto la gloria de Dios en la faz de tu hermano o de tu hermana? ¡Es glorioso verlo! La presencia de Dios en nuestros hermanos consagrados, los que le aman con el alma, es cosa maravillosa de ver. El amor de Dios sale reflejado en su cara, llegándonos con su calor y simpatía.
Dios hace bien todas las cosas. Todo lo tiene pensado desde el principio, lo realiza en el tiempo, y es maravilloso ante nuestros ojos.