EL MINISTERIO DE CRISTO PROFETIZADO

“Pasad, pasad por las puertas; barred el camino al pueblo; allanad, allanad la calzada, quitad las piedras, alzad pendón a los pueblos. Decid a la hija de Sion: He aquí viene tu Salvador” (Is. 62:10, 11).

Sale la proclamación. Todos los pueblos de Judá están convocados a hacer peregrinaje a Jerusalén para conocer a su Salvador. Nos recuerda las fiestas anuales cuando la gente formaba una procesión kilométrica para subir a Jerusalén. Salían multitudes de cada pueblo por donde pasaba el camino y estas gentes se incorporaban a la larga fila de peregrinos, cantando los cánticos graduales por el camino (los salmos 120-134) al ir subiendo a la santa ciudad. El profeta manda que se prepare el camino, que se quiten los obstáculos, que lo hagan fácil la subida para toda la gente. El ambiente es uno de fiesta, de expectación, porque ha llegado por fin él que tanto tiempo esperaban y se tiene que apresurarse para conocer al que trae salvación.
“He aquí su recompensa con él, y delante de él su obra” (v. 11). La recompensa es él mismo, es conocer su salvación, es vida eterna y perdón de pecados, y la obra que le queda por delante es la Cruz, el medio por el cual lo va a efectuar.

La salvación trae la santidad, la redención del pecado, y el favor y apoyo de Dios: “Y les llamarán Pueblo Santo, Redimidos de Jehová; a ti te llamarán Ciudad Deseada, no desamparada” (v. 12). Este versículo hace eco de la promesa del versículo 4: “Nunca más te llamarán Desamparada, ni tu tierra se dirá más Desolada; sino que será llamada: “Mi deleite está en ella, y tu tierra, Desposada”. Esta es Jerusalén, la ciudad enjuiciada y destruida bajo la ira de Dios por sus atrocidades, por abandonar a su Dios y sacrificar a sus hijos a los ídolos. Ahora está adornada con la salvación de Dios para nunca más ser abandonada por Él. Si tú has conocido la salvación de Dios, ya sabes que su deleite está en ti y que eres su prometida, desposada, que formas parte de su Iglesia, la novia de Cristo, para pasar la eternidad a su lado. Esta es la suerte de los salvos y su ciudad es la Santa Ciudad, Jerusalén la hermosa, la capital del Gran Rey.

“¿Quién es éste que viene de Edom, de Bosra, con vestidos rojos?, ¿éste hermoso en su vestido, que marcha en la grandeza de su poder? Yo, el que hablo en justicia, grande para salvar. ¿Por qué es rojo tu vestido, y tus ropas como del que ha pisado en lagar?” (63:1, 2). El mismo que trae salvación es el que trae juicio. Tiene que ser así. No hay salvación sin juicio, porque esto sería una injusticia. La salvación consiste en ejecutar juicio sobre el culpable y librar de sus garras. El culpable es el pecador, el pecado y el diablo. Todo es reprensible y merece juicio. El pecado del pecador es enjuiciado y él es librado de su poder opresor. ¿Pero, qué pasa con el que reúsa? Tiene que sufrir las consecuencias él mismo de lo que su pecado merece. Aquí el Salvador es contemplado en el día de venganza, cuando ejecute la ira de Dios sobre toda clase de injusticia. “Los pisé con mi ira, y los hollé con mi furor; y su sangre salpicó mis vestidos, y manché todas mis ropas.” (v. 3). Ya estamos viendo el retorno de Cristo para llevar a cabo el día de venganza sobre los que no han respondido a la invitación inicial a subir por el camino preparado para conocer a su Salvador. Ya le conocerán como su Juez.