EL DIEZMO

“Todo el diezmo de la tierra, así de la simiente del suelo como del fruto de los árboles, ya es de Yahweh. Ya está consagrado a Yahweh. Si alguien quiere rescatar algo de su diezmo, le añadirá su quinto” (Lev. 27:30, 31).

            En este capítulo que contempla la dedicación de cosas especiales al Señor por su uso exclusivo, no va incluido el diezmo, porque esto ya es del Señor. ¡No estamos haciendo nada especial cuando damos el diezmo a Dios! Esto ya viene estipulado como deber, no vale considerarlo un regalo extraordinario al Señor.

El Nuevo Testamento no habla del diezmo, sino de la total consagración de todo lo que somos y poseemos como nuestra respuesta lógica a la incalculable gracia de Dios derramado sobre nosotros en Cristo. Lo que enseña es la libre ofrenda que sobrepasa el diezmo de la ley: “Ahora bien, en cuanto a la ofrenda para los santos, haced vosotros también tal como ordené a las iglesias de Galacia: Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros ponga aparte, ahorrando de lo que haya prosperado, para que cuando vaya, no se hagan entonces colectas” (1 Cor. 16:1, 2). De este pasaje vemos que la ofrenda debe ser algo regular: “cada primer día de la semana”; todos deben hacerlo: “cada uno de vosotros”; deliberada: “que ponga aparte”; responsable: “ahorrando”; y proporcional: “según haya prosperado”. No es una limosna dada impulsivamente sin previo pensamiento. Es una cantidad que yo he ido pensando, con ilusión, porque sé a qué está destinado, y me gozo pudiendo participar de esta manera en la obra de Dios.  

En 2 Cor. 8 y 9 tenemos la idea del Nuevo Testamento en cuanto al dar, que sobrepasa con creces el diezmo: “… en grande prueba de tribulación, la abundancia del gozo [de las iglesias de Macedonia] y su profunda pobreza abundaron en riquezas de su generosidad. Pues, doy testimonio de que con agrado han dado conforme a sus fuerzas, y aun más allá de sus fuerzas, pidiendo con muchos ruegos que les concediésemos el privilegio de participar en este servicio (ofrenda) para los santos (los creyentes pobres de Jerusalén)” (2 Cor. 8:1-4). En estos dos capítulos salen muchos principios que tienen que ver con el ofrendar. Vemos que la pobreza no es motivo para no dar, que es un acto que sale del corazón, no por obligación, sino un gozoso deseo que contribuir a las necesidades de hermanos más pobres que nosotros. Nuestra primera responsabilidad es ayudar a los de la iglesia de Señor y en segundo lugar, a los que no son creyentes. “A sí mismos se dieron primeramente al Señor, y luego a nosotros por la voluntad de Dios” (v. 5). Primeramente viene la entrega de lo que somos, y después ofrendamos lo que tenemos.

Tenemos el supremo ejemplo de Cristo: “Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Cor. 8:9). El Señor Jesús dejó las riquezas del cielo y se hizo pobre para que nosotros pudiésemos participar de sus riquezas eternas. El creyente sigue su ejemplo. El justo, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, es una persona generosa y compasa: “Repartió, dio a los pobres; su justicia permanece para siempre” (Salmo 112:9 citado en 2 Cor. 9:9). ¡Que así seamos!