“Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza” (Marcos 14:29).
Todos se distanciaban de él, burlándose de su agonía, de sus pretensiones, recreándose sádicamente en su sufrimiento. Los que pasaban por el camino junto al cual estaba la cruz “meneaban la cabeza diciendo: ¡Bah! Tú que derribas el templo…, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz” (v. 29). “También los principales sacerdotes, escarneciéndole…” (v. 31) y “también los que estaban crucificados con él le injuriaban” (v. 32).
Fue acusado de tres cosas: De ser el rey de Israel, y lo fue; de reedificar el templo (a esto volveremos), y lo hizo; y de poder salvar a otros, pero no a sí mismo, y también fue cierto, porque si se salvaba a sí mismo, no podía salvar a otros. “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (v. 31). Este es el precio que pagó para poder salvarnos a nosotros, rehusar salvarse a sí mismo. Si lo hubiese hecho, habría sellado nuestra condenación. ¡Gracias a Dios que no lo hizo!
Le decían: “Tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, desciende de la cruz” (v. 29). Le acusaron de haber dicho que iba a derribar el templo. Se ve que esta acusación circulaba entre la gente común, además de entre los principales sacerdotes, porque los que se lo decían eran los que pasaban por allí. Fue una de las acusaciones más fuertes contra él en su juicio: “Nosotros le hemos oído decir: Yo derribaré este templo hecho a mano, y en tres días edificaré otro hecho sin mano” (14:58). Esto no es lo que Jesús dijo. Lo que había dicho era: “Destruid este templo y en tres día lo levantaré” (Jn. 2:29). Esta profecía se cumplió. Ellos destruyeron su cuerpo, el templo de Dios, y en tres días resucitó. Él es el verdadero templo de Dios como leemos en Ap. 21:22: “Y no ví en ella [en la nueva Jerusalén] templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero”.
¿Por qué les molestaba tanto esto del templo? Porque el templo era su Dios. Su vida religiosa se centraba en el templo y no en Dios mismo. Es por eso que no hay templo en el Cielo. Dios no tendrá ningún competidor; ningún ídolo habrá allí.
Otra cosa es menester decir. La gente se percató de que las pretensiones de Jesús en cuanto a levantar el templo eran importantes, pero no lo entendían bien. Las verdades espirituales les eran veladas por la dureza de su corazón. Jesús había dicho lo de reedificar el templo en la ocasión de su limpieza del templo cuando le preguntaron: “¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto?” (Juan 2:18) y su respuesta fue: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Juan 2:19); la señal de su autoridad era el de la resurrección. Con ella sabemos que tiene toda autoridad, que él mismo es el templo y que no hay necesidad de otro.