“Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo, Eli, Eli, ¿lama sabáctani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? …Y al instante, corriendo uno de ellos, tomó una esponja, y la empapó de vinagre, y poniéndola en una caña, le dio a beber” (Mat. 27: 46, 48).
Miles de personas han sido crucificadas, pero nadie ha sufrido lo que Jesús sufrió, por motivos que vamos a explicar ahora. Sufrió una combinación de dolor físico, emocional, y espiritual, el último siendo más allí de toda comprensión, infinitamente más terrible. Las tres clases de dolor tenían en comunión la separación.
Dolor físico: Los romanos habían ideado esta clase de muerte para el peor de los criminales. Se trataba de un dolor desgarrador, de la separación de los músculos y tendones de los huesos, una agonía lenta de dolor insoportable que a veces duraba hasta tres días. El cuerpo trabajaba contra sí mismo, su peso haciendo presión sobre los pulmones de manera que la víctima no podía respirar y terminaba por asfixiarse. Las cruces estaban puestos en esta ocasión para ejecutar a tres revolucionarios notorios, como si fueron de ETA en nuestros días, enemigos de Roma. La de en medio tenía que haber sido para Barrabás, el jefe de los terroristas, pero en el último momento él fue substituido por Jesús.
Dolor emocional: Jesús fue humillado, calumniado, insultado, ridiculizado, incomprendido, odiado y despreciado. Todos sus discípulos le abandonaron. La gente que había escuchado sus mensajes, los que habían recibido sanidad, ningún estuvo a su lado. Su nación le había rechazado. La religión oficial le había condenado. Fue sacado fuera de la Cuidad, dejado para morir solo en agonía. Se quedó solo en el universo. Los salmos proféticamente revelan sus sentimientos más profundos: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé. Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre” (Salmo 69:20, 21).
Dolor espiritual. Este dolor consistía en la separación de su Padre, de su misma esencia, de su identidad, de su Ser. El Padre y el Hijo eran de la misma sustancia, compartían la misma Deidad, por la eternidad habían sido Uno, imposibles de separar sin repercusiones cósmicas, cómo la separación del átomo que produce la bomba atómica. En el Calvario se divorció de sí mismo, y se separó la fuerza que mantenía en funcionamiento el universo. Sin poder respirar, bloqueado de dolor, en lo más hondo de su ser clamó a Dios. No se acordó de los soldados, o del pueblo judío, o de sus amigos, sino de su Dios. No gritó: “Dios”, que habría sido una falta de respeto, sino “Dios mío”. El Dios de su alma y de sus entrañas le había abandonado, y oscuridad cubría la faz de la tierra. Del corazón de las tinieblas salió una solitaria voz diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me ha desamparado?” No había contado con aquello. “¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, de las palabras de mi clamor?” (Salmo 22:1). La santidad de Dios se había separado de aquel que se había hecho vil, inmundo y contaminado con nuestro pecado. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Por esto sufrió la Cruz.