“Si no queréis escucharme, ni poner por obra todos estos mandamientos… pereceréis en medio de las naciones” (Lev. 26:14, 38).
Esta es la consecuencia de la desobediencia: dispersión y muerte. Sin embargo, a continuación se abre una ventana de esperanza. Dios es Dios de restauración, y de allí viene nuestra esperanza cuando hemos pecado gravemente en el pasado. Cuando hay arrepentimiento genuino, un nuevo comienzo es siempre posible. Esta es la sección que sigue la advertencia de castigo y calamidad. Cuando a Israel le ha ido todo lo mal que puede ir, reaccionarán. Vendrá el desastre, “PERO ellos confesarán sus iniquidades, y las iniquidades de sus padres, y la rebeldía con que se rebelaron contra Mí. Y confesarán también que por cuanto anduvieron en oposición conmigo, yo también tuve que andar en oposición con ellos, y llevarlos a la tierra de sus enemigos. Entonces se humillará su corazón incircunciso y entonces aceptarán el castigo de su iniquidad. Entonces Yo también recordaré mi pacto con Jacob” (Lev. 16:14, 38-42, BTX).
Aquí tenemos uno de los grandes “peros” de la Biblia. Con una sola palabra pasamos de lo más desastroso a lo más esperanzador. Lo que da lugar al cambio es el arrepentimiento. Si el pueblo de Dios hace caso omiso a sus mandamientos, las consecuencias son muchas y terribles, cada cosa peor que el anterior, hasta que terminen derrotados por sus enemigos, su tierra destruida, y son deportados y dispersados entre las naciones; pero si vuelven en sí y confiesan su iniquidad, y se arrepienten de su rebeldía, entonces Dios se acuerda de su pacto con Jacob, Isaac, y Abraham. “Porque la tierra habrá quedado desocupada de ellos, y habrá gozado sus días de reposos mientras están en desolación sin ellos, y ellos habrán aceptado el castigo de su iniquidad, por haber rechazado mis ordenanzas” (v. 43).
Hay otro factor también. Aun cuando ellos han aborrecido sus estatutos, y Dios los ha dispersado, el Señor no se desentiende de ellos. Dios es de otro calibre que nosotros. Dice: “Ni aun por todo esto, estando ellos en tierra de sus enemigos, los desecharé ni los aborreceré para destruirlos anulando mi pacto con ellos, porque Yo soy Yahweh su Dios” (v. 44). Dios es su Dios; no hay factor humano que lo vaya a cambiar. Esto no nos da licencia para pecar, porque las consecuencias de abandonar el camino de los mandamientos de Dios son tan terribles que no vale la pena pecar. El individuo pierde sus ingresos, su salud, sus bienes materiales, su casa y terreno, su país, su libertad, y muchas veces su vida, pero Dios se acuerda del país y de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob, y lleva al remanente a reconocer que es por su culpa que todo este mal les ha acontecido.
El arrepentimiento es la llave que abre la puerta a la restauración y la bendición. Nos devuelve todas las promesas mencionadas en la primera parte del capítulo (vs. 3-13): prosperidad en la tierra, seguridad, libertad de sus enemigos, la población aumenta, y Dios confirma el pacto que hizo con sus padres, y hace su morada en medio de ellos. Entonces ellos pueden “andar erguidos” (v. 13). No estarán avergonzados, cabizbajos ante la mirada de sus enemigos, sino orgullosos del bien que disfrutan, porque la bendición de Dios descansa sobre ellos. No serán un objeto de burla de sus enemigos, sino la envidia de todos sus vecinos al ver la bienaventuranza que es suya bajo la soberanía de Dios. La última palabra de Dios es siempre una palabra de promesa, gracia y esperanza.