“Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente” (Lev. 24:2).“Vosotros sois la luz del mundo… Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre celestial”(Mat. 5:14, 16).
Ayer estuvimos viendo que tenemos que atender a nuestra relación con el Señor“continuamente” para ser luz, que esto requiere tiempo y dedicación, y que no es un trabajo menos importante que servir en lo grande ante los ojos del mundo. Nuestra lámpara tiene que estar dando luz día y noche por medio de todo lo que hacemos. Para ello tenemos que llenarnos del aceite del Espíritu cada día. Esto significa mantenernos llenos del Espíritu Santo. Diariamente dejamos que Él nos escudriñe (Salmo 139:3, 23) para ver si hay pecado en nosotros que no permite que nuestra luz alumbre, confesarlo y rectificar. El pecado emboza el conducto por donde tiene que pasar el aceite:
· ¿Hay una relación que no funciona por mi culpa?
· ¿Tengo una actitud incorrecta? ¿Hay sentimientos malos en mi corazón?
· ¿Ha entrado algo del mundo en mi pensamiento?
· ¿Tengo dudas en cuanto a Dios? ¿Estoy contenta en el Señor?
· ¿Estoy confiando en Él en los problemas que tengo?
· ¿Busco, acepto y vivo su voluntad?
· ¿Dedico lo suficiente a la oración? ¿La Palabra?
· ¿Sale lo que debe de mi boca?
· ¿Estoy cuidando bien mi cuerpo? ¿Me visto correctamente?
· ¿Administro bien el dinero? ¿Mi tiempo?
Todo esto entra en mi relación con Dios. Si hay una cosa que va mal, se produce una grieta en mi depósito, y ya no estoy llena del Espíritu Santo. Lo tengo que arreglar para poder llenarme.
Otra cosa obvia tenemos que notar es lo siguiente: el combustible de la lámpara es el aceite del Espíritu Santo; no soy yo. Lo que soy en mi carne no alumbra. El combustible no son mis esfuerzos, mi atractivo personal, mis iniciativas, mis proyectos, mi inteligencia, mi carisma, sino el Espíritu de Dios. Mi vida en la carne no puede dar luz, ni mi vieja manera de ser, mis deseos carnales, mis idiosincrasias. Todo esto es parte del YO que tiene que estar clavado en la cruz. Si funciono en base a lo que soy en la carne y con ello pretendo servir a Dios, me voy a quemar. Estos son los que quedan “quemados” por su servicio cristiano. Cuando uno sirve al Señor lleno del Espíritu Santo no se quema, sino alumbra.
Esta es la manera de dar luz en este mundo, con el Yo crucificado, viviendo conforme a la Palabra de Dios, en la voluntad de Dios, dependiente del Señor, en una relación de amor con Él, lleno del Espíritu Santo, amando a los demás. ¡Por eso es un trabajo “continuo” mantener la lámpara ardiendo! Es un trabajo sagrado, tan importante como predicar desde un púlpito, u organizar grandes eventos evangélicos. Es un trabajo gozoso el de convivir con el Señor, atender a la relación con Él, escuchar su voz, corregir lo que está mal y volver a llenarnos de su Palabra y de de su Espíritu. La lámpara era un objeto hermoso de artesanía pura (Ex. 37:19), pero su valor no consistía en sí mismo, sino en dar luz.