“A los siete días de este mes séptimo será el día de expiación; tendréis santa convocación, y afligiréis vuestras almas” (Lev. 23:27).
1. El día de Expiación: el Calvario. Este día es el tipo supremo de la obra expiatoria de Cristo. Los judíos lo celebraban en arrepentimiento sincero, afligiendo sus almas por medio del cilicio, la oración y el ayuno. Esta fiesta está descrita en detalle en Levítico 16. El sacerdote primero tuvo que conseguir perdón por sus propios pecados y luego por los del pueblo (ver Heb. 7:27). La ceremonia consistía en presentar dos machos cabríos delante de Dios y echar suertes sobre ellos. A uno le tocaría ser ofrecido en expiación y al otro ser llevado al desierto. El sacerdote recogía la sangre del primero y la esparcía sobre el propiciatorio “a causa de las impurezas de los hijos de Israel, de sus rebeliones, y de todos sus pecados” (Lev. 16:16). Su muerte era la paga por el pecado y su sangre conseguía el perdón. Entonces el otro animal era llevado al desierto y abandonado allí, para nunca más volver al campamento. Esto representa gráficamente que Dios no solo perdona nuestros pecados, los aleja de nosotros, los destierra, y desaparecen para siempre en el gran “olvido” de Dios. Ya no hay más recuerdo el ellos; no hay más culpa o recriminación por el pecado que ya hemos confesado y Dios ha perdonado. “Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios… Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:12, 14). Donde hay remisión de pecados ya no hay más memoria de ellos.
2. La fiesta de Tabernáculos: abundancia de vida eterna en el Espíritu Santo. Se celebraba en el mes séptimo, cinco días después del día de expiación, al final de la cosecha general. Era una de las tres fiestas anuales en las cuales todos los hombres de Israel tenían que subir a Jerusalén. Servía para conmemorar los años pasados en el desierto bajo la protección y con la provisión milagrosa de Dios. Consistía en construir chozas, o tabernáculos, de madera y permanecer en ellas durante la semana que duraba la fiesta. En tiempos de Jesús parte de la ceremonia consistía en formar una procesión al estanque de Siloé para buscar agua, recordando como “Moisés” sacó agua de la roca. En ese día, Jesús anunció que si bebían de Él, el Espíritu Santo fluiría de sus vidas en ríos de agua abundante: “En el último y gran día de la fiesta (¡de tabernáculos!), Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu” (Juan 7:37-39). Para nosotros esta fiesta es rico en significado. Representa la vida abundante en el Espíritu al ir bebiendo de Jesús. Nos recuerda la provisión de Dios durante nuestro peregrinaje “por el desierto”. Como cae al final de todas las cosechas, anticipa el gran día cuando todos los redimidos de todos los países y todos los tiempos seremos recogidos para estar siempre con el Señor, ya no para vivir en chozas en el desierto, sino en la casa del Padre para siempre, gozando de la abundancia del Cielo eternamente.