“Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo y volveréis cada uno a vuestra posesión, y cada cual volverá a su familia” (Lev. 25:10).
Dios declaró un año de jubileo cada cincuenta años, es decir, después del séptimo año de descanso: el sonido de la trompeta anunciando el día de expiación, el día nacional del perdón de pecado; el día siguiente marcaba el comienzo del año de jubileo, el año de libertad, de restauración y total redención. Fue una idea brillante de Dios para devolver la propiedad a sus dueños originales y poner en libertad a los pobres que se habían vendido para ser siervos de sus hermanos. Era un año de libertad para la tierra y para las familias que sufrían extrema pobreza. El simbolismo es gráfico: al final de todos los descansos viene el gran descanso cuando la tierra será redimida y todos los salvos entrarán en su posesión eterna. Sigue el día de redención, porque todo es consecuencia del Calvario donde recibimos el perdón de nuestros pecados.
Leyes en cuanto a la tierra: “Cuando tu hermano empobreciere, y vendiere algo de su posesión, entonces su pariente más próximo vendrá y rescatará lo que su hermano hubiere vendido” (v. 25). Pero si no tiene a nadie para redimirlo, la tierra queda como posesión de la persona que la compró hasta el año de jubileo cuando es devuelto al que la tuvo que vender. Su precio de venta naturalmente dependía de cuántos años faltaban para el año de jubileo. Si faltaban pocos, valía poco. En cualquier momento del intervalo desde el tiempo de su venta hasta el año de jubileo, el dueño original tenía el derecho de redimir su propiedad, siempre que era casa y terrenos en un pueblo no amurallado. Las casas sin terreno en las ciudades amuralladas caían bajo otro régimen. Había un año “de gracia” para redimirlas, si no, se vendían de forma permanente, a no ser que fueran propiedad de los levitas. En tal caso, les fueron devueltas en el año de jubileo (v. 33). Este sistema, diseñado por Dios, aseguraba que los ricos no llegasen a ser dueños de todas las tierras, cada vez más ricos, y los pobres cada vez más pobres. Los pobres siempre podían conseguir dinero vendiendo sus tierras, pero no las perdían para siempre. Sus hijos siempre tendrían su herencia. El precio de venta tenía que ser justo; nadie podía enriquecerse debido a la desgracia de su hermano.
Leyes en cuanto a los pobres: “Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás; como forastero y extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni ganancia, sino tendrás temor de tu Dios” (v. 35). El temor a Dios era el base de todo el sistema legal de justicia, porque Dios vela por el cumplimiento de su ley, y recompensa según la obra de cada uno. El pobre viviría como trabajador en casa del otro. No le podía tratar como esclavo, ni se podía aprovechar de él, ni venderle, “porque son mis siervos los cuales saqué yo de la tierra de Egipto; no serán vendidos a manera de esclavos” (v. 42), dice el Señor. “En vuestros hermanos los hijos de Israel no os enseñorearéis cada uno sobre su hermano con dureza” (v. 46). Se quedaría con el que le había acogido como trabajador hasta el año del jubileo en el cual él y sus hijos estarían puestos en libertad. Si un familiar tenía los medios, le podía redimir antes, o si él mismo llegase a tener dinero, podía redimirse a sí mismo antes del año de jubileo.
Según este sistema brillante, no había desempleo, no había nadie sin recursos, siempre había la posibilidad de redención y la esperanza definitiva del año de jubileo.