“La ley, teniendo la sombra de los bienes venideros…” (Heb. 10:1).
Al concluir esta serie sobre las fiestas de Israel notemos que las fiestas tienen sus raíces en la revelación divina. Tienen el propósito de ilustrar aspectos significativos de la redención eterna que Dios había ordenado antes del comienzo del mundo. ¡La obra de Cristo es algo que se celebra! Hemos sido los recipientes de la gracia divina. Por ningún motivo fuera de la infinita bondad de Dios Él decidió extender su brazo omnipotente, humillarse, y salvar a su pecaminoso pueblo. ¿Cómo no vamos a celebrarlo?
Estas fiestas conmemoraban los hechos salvíficos de Dios en el pasado y son anticipos de su poder santificador en el presente. Empiezan con el día de reposo, que celebra nuestro descanso en la obra terminada de Cristo; la Pascua, todo lo que significa estar “en Cristo”; panes sin levadura, nuestra liberación del pecado; primeros frutos, la resurrección de Cristo; las semanas (Pentecostés), la venida del Espíritu Santo; trompetas, santa convocatoria a Dios; el día de expiación, la muerte de Cristo y el pecado pagado y olvidado; tabernáculos, plenitud de vida en Cristo ahora, y nuestra morada permanente en los cielos. ¡Bendito el pueblo que tenga el Dios nuestro!
Las fiestas en Israel se celebraban “en Dios”, en un espíritu de santidad, en contraste directo con las del paganismo que se celebraban en la carne con desenfreno, borracheras, inmoralidad sexual, el sacrificio de niños a los baales, y otras inimaginables abominaciones. En Israel las fiestas eran tiempos de disfrutar de la vida comunitaria delante de Dios con cánticos, bailes y procesiones alegres al templo con regocijo y entusiasmo. “Y vosotros tendréis cántico como de noche en que se celebra pascua, y alegría de corazón, como el que va con flauta para venir al monte de Jehová, al Fuerte de Israel” (Is. 30:29). “Me acuerdo de cómo yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios, entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta” (Salmo 42:4). Se daban gracias a Dios por la bendición de su provisión en las cosechas: la pascua coincidía con la cosecha del centeno, el pentecostés con la cosecha del trigo, y los tabernáculos con la gran cosecha general al final de la temporada. Estos días venían con un bienvenido descanso en medio de una vida de arduo trabajo cuando el pueblo podía renovar sus fuerzas físicas, recibir el perdón de sus pecados y disfrutar de la presencia de Dios en santidad de vida.
Tres veces al año era obligatorio que todos los varones subiesen a Jerusalén: para la pascua, pentecostés, y la fiesta de tabernáculos. Así se mantenían unidas todas las tribus, ciudades y aldeas de Israel. Dios era la fuerza unificadora de Israel por medio de su real presencia que se situaba únicamente en el Lugar Santísimo, en el templo de Jerusalén. Ahora, en la era de la gracia, su presencia está en cada hijo suyo cuyo cuerpo es su santo templo en el Espíritu Santo quien mora en nosotros individualmente y entre nosotros como pueblo colectivamente. Seguimos celebrando las mismas cosas, pues las fiestas eran un anticipo de lo que tenemos ahora en Cristo, y una promesa de lo que tendremos en abundancia cuando Él vuelva y disfrutemos de la hermosa Tierra Prometida que fluye con leche y miel, con plenitud de vida en abundancia en Cristo, en absoluta santidad. Nuestra alma clama: “Ven, Señor Jesús”.