“Cada día de reposo lo pondrás (el pan) en orden delante de Jehová, en nombre de los hijos de Israel, como pacto perpetuo. Y será de Aarón y de sus hijos, los cuales lo comerán en lugar santo; porque es cosa muy santa para él” (Lev. 24:8, 9).
Ayer vimos que Dios se revela y se da a conocer en su provisión de nuestras necesidades. Lo mismo pasó con Jesús: “Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio; entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron” (Lu. 24:31, 32). Luego, contaron a sus amigos “cómo le habían reconocido al partir el pan”(Lu. 24:35). Nosotros también le reconocemos en el partimiento del pan cada domingo, y en su provisión cada día de nuestras necesidades. Ha provisto tanto para la alimentación de nuestros cuerpos, como la de nuestras almas.
La historia que concluye este capítulo es de un hombre que blasfema el nombre sagrado de Dios. Era hijo de una mujer israelita casada con un egipcio. Se ve que era un matrimonio mixto, creyente con no creyente, y que el hijo no había aprendido a temer al Dios de Israel. Seguramente su ofensa consistía en más que “tomar el nombre de Dios en vano”. Era un intento de minar la confianza de Israel en su Dios, cuestionando la base de su identidad nacional, como sugieren los comentaristas. Dios mismo reveló el castigo para tal ofensa a Moisés: pena de muerte. El joven debería ser llevado fuera del campamento y apedreado, probablemente por medio de los líderes de la tribu y sus representantes.
Dios declara que tanto el crimen de blasfemia como el de homicidio han de ser castigados con la pena de muerte: “Y el que blasfemare el nombre de Jehová, ha de ser muerto… así mismo el hombre que hiere de muerte a cualquiera persona, que sufra la muerte” (v. 16, 17). Había absoluta justicia en la ley de Dios. Imperaba la misma ley para los israelitas como para los extranjeros que vivían entre ellos: “Un mismo estatuto tendréis para el extranjero, como para el natural” (v. 22). Y el castigo será conforme al crimen:“Y el que causare lesión en su prójimo, según hizo, así le sea hecho: rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente; según la lesión que haya hecho a otros, tal se hará a él” (v. 19, 20). Esta es justicia, el que mata, será matado; el que saca un ojo, perderá un ojo, no dos. La ley servía para establecer un límite en los castigos que se imponían, frenando la venganza excesiva. ¡Hoy día somos más justos que Dios! Hemos mejorado su ley, o así creemos. El que mata será encarcelado durante unos pocos años y después puesto en libertad, esto, en el mejor de los casos. En el peor, será declarado menor de edad, o enfermo mental, y será absuelto de cargos. Vivimos con las consecuencias: No hay ni temor a Dios, ni respeto para la vida humana. La ley moderna no sirve para frenar el crimen.
Imperaba en Israel la absoluta justicia basada en el temor a Dios. Los castigos se correspondían con la gravedad del crimen. La misma ley se aplicaba al nativo como al extranjero que vivía en sus fronteras. Israel era un dechado de justicia en comparación con los pueblos que lo rodeaba. Con Dios como Rey, y bajo la justicia de la ley de Dios, Israel era luz diáfana para las naciones.