“Porque Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir” (Éxodo 12:23).
Vamos a insistir en la pregunta: ¿Por qué hizo falta que los israelitas pintasen el dintel y los dos postes de sus puertas con sangre? ¿No habría sido suficiente que Dios dijese al ángel que solo ejecutase juicio en las casas de los egipcios? El ángel sabía quién era quién. ¿Por qué hizo falta la señal? Y contestamos: Los israelitas no eran mejores que los egipcios. Merecían la muerte tan ciertamente como la merecían los egipcios. Ser hijos de Abraham no era suficiente para salvarles en aquella noche terrible de juicio. Sus corazones malos y perversos los condenaban.
¿Qué sabemos de los israelitas refugiados en sus casas la noche de pascua? ¿Cómo eran? ¿Las víctimas inocentes del abuso de los egipcios? ¡Eran tan malos como sus opresores! Eran de negro corazón. Eran incrédulos, rebeldes y desobedientes como se ve con toda claridad nada más salir de Egipto: “Y cuando el ejército de Faraón venía tras ellos dijeron a Moisés: ¿No había sepulcros en Egipto, que nos has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto? Mejor nos fuera servir a los egipcios, que morir nosotros en el desierto” (Ex. 14:11, 12). Así era su corazón. Dios abrió el mar. Cruzaron en tierra seca y llegaron a Mara: “Entonces el pueblo murmuró contra Moisés, y dijo: ¿Qué hemos de beber?” (15:24). Partieron de un hermoso oasis que Dios proveyó para ellos y “Toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto: Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos; pues nos habéis sacado a este desierto para matarnos de hambre a toda esta multitud” (Ex. 16:3). Y así sucesivamente, como sabemos.
¡Dios ya sabía cómo eran cuando decidió salvarlos! Los incrédulos del desierto eran los mismos que estaban sentados tranquilamente en sus casas aquella noche que pasó el ángel de la muerte. Si no hubiese sido por la sangre en sus puertas, todos habrían muerto. Su única esperanza de salvación era la sangre que cubría sus casas. No merecían la salvación más que los egipcios. Les salvó la sangre, y únicamente la sangre.
¿Tú te ves como merecedor de la salvación? ¿Piensas que eres mejor que los egipcios o mejor que los israelitas de antaño? ¿O tienes la plena certeza de que eres tan perverso y malo como ellos, malo hasta la médula, y que tu única esperanza de salvación consiste en estar bajo la cobertura de la sangre de Cristo? Si es así, te acercarás a Dios con temor y reverencia, con asombrosa gratitud por la cobertura de sangre que te ha salvado la vida, maravillado de la gracia de Dios que ha tenido a bien salvar a alguien como tú, y te habrás puesto bien escondido en Cristo, contando enteramente en su sangre como tu única esperanza de salvación.